Y esto lo ha venido haciendo nuestra Madre la Iglesia Santa, con el ministerio de sus hijos Sacerdotes. Ellos, en la Confesión, encarnan a Cristo -encarnamos: que yo soy sacerdote también-, que les confirió, en la persona de los Apóstoles, Su mismo poder: el de Dios; no otro, porque no lo hay.
Esto lo pusieron «blanco sobre negro» los mismos judíos, en una ocasión en la que Jesucristo, antes de curarle, le dijo a un paralítico: «Tus pecados te son perdonados». Los judíos que abarrotaban la casa, se escandalizan, y con razón: era la primera vez que oían unas palabras semejantes. Y denuncian, también con razón: «¿Quién es éste? ¡Solo Dios puede perdonar pecados!».
Bueno, a decir verdad, era la primera vez que oían eso, porque era la primera vez que se oían en el mundo.
Por esto, Jesús, que «ha venido a salvar no a los justos [como «son» los católicos divorciados de su mujer y de sus hijos, y recasados por lo civil o por sus pistolas; o los homosexs, lesbis, trans, bi, i, que ejercen de tales y presentan y defienden ellos mismos esos actos como sus señas de identidad más propias; o los pastores «mudos», o que hablan de «acoger» cuando lo que proponen es, simplemente, corromper las conciencias], sino a los pecadores», nos deja el Sacramento de la Confesión, y nos deja a los sacerdotes que ejercen como tales especialmente ahí y así: confesando.
Y les dice: «A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Les dice, les transmite, y les da poder sobre las dos opciones, sobre los dos platos de la balanza: perdonar y retener, perdonar o retener.
Las dos las coloca -y nos las confiere- en el mismo plano: están declaradas en el mismo párrafo, están expresadas del mismo modo, en dos frases perfectamente simétricas: son exactamente la misma. Tienen, por tanto, el mismo valor teológico, y el mismo valor pastoral. Por eso, el sacerdote, que en ese momento de la Confesión actúa «in Persona Christi», debe tenerlas presentes -las dos- y valorarlas en cada caso.
El sacerdote que va a atender confesiones con el «dictamen moral y jurídico» tomado ya «a priori», con una postura preconcebida, con un «juicio» dado y con una «sentencia» ya dictada..., sin saber lo que va a escuchar e independientemente de lo que va a oír... no es buen juez, ni es buen confesor: porque no es eso lo que Jesús quiere que hagamos, puesto que no es eso lo que nos ha dicho, y hemos recordado previamente.
Quien entienda que la Iglesia solo es «madre», solo sabe de «misericordia» cuando y porque absuelve, sin más..., sin tener en cuenta las palabras de Cristo -que no son solo de absolución: si hubiera querido eso exclusivamente, lo habría declarado así con absoluta nitidez-; y sin tener en cuenta LAS CONDICIONES que EL PENITENTE DEBE PONER ÉL, NO EL SACERDOTE -¡¡¡ningún sacerdote puede sustituir o suplantar la conciencia del penitente!!!-, para que haya verdadera confesión de los pecados, y, por tanto, la absolución del sacerdote surta los efectos que le son propios: perdonar los pecados, como desea Jesús...
Quien lo entienda así se ha equivocado de medio a medio.
Sería lo mismo que si uno pensase que Jesús es solo misericordioso en el primer caso, cuando habla -manda- de perdonar los pecados; por contra, no lo sería cuando habla -manda- retener los pecados. UN DISPARATÓN.
Y el juicio, eso sí, le compete en exclusiva, por querer divino -expreso, declarado-, al confesor «en acto». Hasta el punto de que ninguna autoridad eclesial puede imponer «a priori» a un confesor «el juicio» o el «dictamen moral» que éste debe emitir en cada caso que se le presenta, y en el momento de la Confesión: porque NADIE PUEDE SUSTITUIR o SUPLANTAR AL SACERDOTE cuando actúa -él mismo, sin intermediarios que no puede haber- «in Persona Christi».
Y tal como están las cosas, tal como están las conciencias -dejadas, solas, confundidas, deformadas, malinformadas, escandalizadas, erráticas, ignorantes y mal pastoreadas- en tantísimos casos, el sacerdote ha de armarse de ciencia teológica y moral, ha de estar al cabo de la calle de lo que se cuece por ahí, ha de armarse de buen hacer pastoral, ha de «revestirse de los mismos sentimientos de Cristo», como nos empuja y nos enseña san Pablo para «calibrar» a la persona que tiene delante y ha ido a confesar: para hacerse cargo de su formación, de su nivel espiritual, de su grado de práctica religiosa, de su capacidad de lucha interior, de su nivel de piedad, de su frecuencia de sacramentos y DE COMO LOS RECIBE... y, finalmente, si ha puesto las condiciones para recibir válidamente la Confesión.
Con este bagaje, el confesor debe aconsejar, animar, empujar, fidelizar, enseñar, corregir, y perdonar... si la presunción del juicio lleva a ello. Si lleva a lo contrario, deberá retrasar la absolución como mínimo, explicando bien por qué hace eso. Y, en caso extremo, cuando se ve que no hay ningún asomo de arrepentimiento, antes al contrario, el penitente sigue empeñado en seguir haciendo las mismas cosas -hablamos de pecados mortales; con mayor motivo si hay además escándalo-, deberá negar la absolución. Porque, aunque la diese, no surtiría ningún efecto: sería un auténtico paripe´, con el agravante de que estamos en la administración de un Sacramento. Y la responsabilidad es de la exclusividad del Sacerdote.
Por José Luis Aberasturi y Martínez, Sacerdote