Por tercera vez he viajado a Medjugorje, y por segunda vez he estado quince días que me los he pasado sobre todo confesando. Voy allí porque creo que uno de los apostolados más bonitos que puede hacer un sacerdote y de mayor rendimiento espiritual para los penitentes, pero especialmente para sí mismo, es el de sentarse a confesar. Como además lo puedo hacer en español, italiano, francés y alemán sé que no voy a perder el tiempo y hago un importante servicio.
Como novedad seguramente la mayor es la ya muy importante aparición de peregrinos del Este europeo, hasta hace poco no demasiado numerosos, pero hoy ya en constante y fuerte progresión, hasta ser más numerosos que los de muchos países occidentales.
Medjugorje, al igual que Santiago de Compostela, me parecen dos sitios mágicos. Empleo esta palabra, que puede inducir a error, en su sentido más profundamente católico, es decir dos sitios donde la acción del Espíritu Santo es claramente manifiesta. Recuerdo a una señora que me decía en Santiago: “vengo muy desilusionada del escaso espíritu religioso que he encontrado en la mayoría de los peregrinos”, a lo que le contesté: “de acuerdo, pero si Vd. supiera la cantidad de gente que estoy confesando aquí que no se confesaba desde hace treinta, cuarenta o cincuenta años y que seguramente al inicio de la peregrinación no pensaba en lo más mínimo que iba a terminar confesándose, no diría Vd. lo mismo”. Medjugorje es un lugar donde no hay ningún atractivo turístico fuera de ser un lugar de espiritualidad y ojalá las agencias de viaje mantengan este espíritu y no incluyan Medjugorje como una excursión más en un paquete de visitas turísticas.
Lo que sí hemos notado, otros sacerdotes confesores y yo, es una cosa que nos ha disgustado profundamente y ante la que hay que elevar el grito de alarma. Mientras continúan las conversiones y el afán de muchos penitentes de profundizar en algún punto de nuestra fe, con preguntas muy concretas sobre ello, te das cuenta como nuestro enemigo el diablo está teniendo éxitos muy importantes a la hora de desestabilizar e incluso destruir el matrimonio. El número de familias rotas, así como las ideas equivocadas sobre familia y sexualidad son cada día más frecuentes. En una misa italiana el predicador, con un muy buen sermón por cierto, nos dijo que en una diócesis del norte de Italia en la encuesta para el próximo Sínodo, es decir de gente que habitualmente va a Misa, el ochenta por ciento se declaró a favor de la comunión a los divorciados reesposados, (por cierto lo que ha dicho el Papa Francisco sobre este tema, es decir que no pueden comulgar pero no están excomulgados es la doctrina de san Juan Pablo II en la “Familiaris Consortio” nº 84 y de Benedicto XVI en la “Sacramentum Caritatis” nº 29. Es decir, la enseñanza del Papa Francisco es un refuerzo de lo que ya dijeron sus predecesores), el setenta por ciento a favor del matrimonio de los sacerdotes y el sesenta por ciento de los matrimonios homosexuales. No hablemos de las relaciones prematrimoniales, que aunque las tengan la gran mayoría, es una de las causas más importantes del desastre de tantos y tantos matrimonios. Hay una tarea enorme de evangelización y de enseñanza que la sexualidad está al servicio del amor y no de mi propio egoísmo. Creo que estamos pagando las consecuencias de haber evadido el problema y no haber sabido realizar una educación sexual cristiana y con principios morales.
Releo lo que he escrito. Quiero además recordar que lo propio del cristiano es la esperanza, que el Bien es más fuerte que el Mal, que Jesús y María no son precisamente imparciales en el asunto de nuestra salvación, que Dios va a hacer todas las trampas posibles para llevarnos al Cielo, salvo cargarse nuestra libertad, y que lo que por nuestra parte hemos de hacer es buscar lo que Dios espera de mí, porque además es mi propio Bien.
Pedro Trevijano, sacerdote