¿Por qué? Porque con el acceso a la Comunión de los católicos divorciados y unidos a otra mujer -como parece que se hace ya, sin tapujos ni Sínodos, en alguna diócesis alemana; y puede que, tal como están las cosas, se haga también en otros sitios-, lo que está en cuestión es SI LA IGLESIA COMO TAL, no un grupo más o menos numeroso de fieles, o una congregación, o una diócesis con su obispo al frente, CREE -sigue creyendo-, CON LA FE DE SIEMPRE, EN LA VERDAD DE LOS SACRAMENTOS. Tal cual.
Y en el caso del Sínodo, en concreto, de dos Sacramentos: el del MATRIMONIO y el de la EUCARISTÍA. Pero, tal como desde hace ya un montón de años se viene admitiendo a los católicos a los Sacramentos, es aplicable a todos los demás; porque la disciplina sacramental, en la praxis actual, ha desaparecido: ha sido arrasada en muchísimas parroquias, diócesis, colegios, comunidades, etc.
¿Por qué lo digo? ¿Qué razones hay para hacer una afirmación tan fuerte? ¿Son exageraciones mías? Vamos a verlo.
A día de hoy, es fácilmente constatable que la mayoría de los asistentes a las misas, se acercan a comulgar; lo mismo que rezan el padrenuestro o se dan la paz, se ponen en la fila de la comunión, y comulgan, sin ningún sentido especial respecto a la propia Comunión, sino como un «rito» más dentro de la Misa. Que, tal como están las cosas, dudo también que sepan lo que es en sí misma.
¿Cuántos de esos «comulgantes» recuerdan -y cumplen- las condiciones necesarias para, de modo válido y lícito, poder comulgar realmente? ¿Cuántos sacrilegios se cometerán en cada Misa? ¿Cuántos sacerdotes que dicen Misa recuerdan a los fieles esas condiciones? ¿Y cuántas horas dedican esos mismos sacerdotes -cada día, cada semana- a facilitar la Confesión sacramental, auricular y secreta, a sus ovejas?
Y lo mismo, o parecido, se puede decir en la preparación y acceso de los niños a la Primera Confesión -hay sitios donde ha desaparecido- y a la Primera Comunión; de los adolescentes y jóvenes a la Confirmación; de los novios al Matrimonio; de los seminaristas a la Ordenación...
Este es, a mi entender, el principal y más grave problema -a día de hoy, pero especialmente desde hace 40 años- en la Iglesia en general, y en la Iglesia en España, que es la que más conozco, en particular.
¿Por qué se obra así? ¿Cómo se ha llegado a esta situación: plantearse que haya gente -divorciados y unidos a otra «en activo»- que puedan comulgar en pecado mortal: lo del «camino penitencial» tal como se describe es un camelo? ¿Y que esto llegue a plantearse públicamente -es comidilla de toda la prensa, sea del signo que sea- en la misma IGLESIA CATOLICA? Ciertamente, sería subrealista si no fuera una auténtica aberración doctrinal, pastoral, espiritual y eclesial, en los significados más profundos que cada una de estas palabras contienen.
No encuentro otra explicación más que ésta: porque YA NO SE CREE, en la práctica, EN LO QUE SON Y SIGNIFICAN LOS SACRAMENTOS. Pero esto significa, explícita o implícitamente, que YA NO SE CREE EN LA MISMA IGLESIA: de dónde viene -de Cristo- y para qué está: para continuar y hacer actual, a cada generación de fieles, la misma Salvación que Cristo no ganó en la Cruz.
Se ha «olvidado», o simple y llanamente se ha «obviado» -se ha arrumbado-, que «los Sacramentos comunican la gracia que significan», que «son canales de Salvación», que «nos hacen participar de la misma naturaleza divina», que, en definitiva, «nos divinizan»: para una «nueva iglesia» lo «antiguo» no vale.
¿Y cómo se quiere «hacer colar» todo el tinglado? De hecho, y es lo que pasa desde hace ya tanto tiempo, de un modo muy «sencillo», y con «ropaje de ortodoxia»: se pone el acento en el EX OPERE OPERATO: lo que por sí obra el Sacramento. Y, de ese modo, buscando «magnificar» lo que hace Dios -«es mejor que comulguen, es mejor que se confirmen, es mejor que se casen, es mejor que se ordenen... y ya la gracia...», se destruye su obra, porque se echa las perlas de la gracia divina a quien no es que sea indigno, o que tenga «derecho» a recibirlo, porque en esa situación estamos todos -la gracia es totalmente gratuita-, sino que se administran a quienes ni siquiera saben lo que hacen: porque ni siquiera se les prepara para ello.
Se borra del horizonte sacramental el EX OPERE OPERANTIS: lo que tiene que poner de su parte el que quiere recibir un Sacramento. Se le quita, al que quiere acercare a un Sacramento -comulgar, casarse, ordenarse, confirmarse, etc-, cualquier condición de las que Cristo mismo ha puesto para ello, y que, por tanto, la Iglesia no se siente autorizada -al menos hasta ahora no se sentía autorizada- a obrar de un modo distinto, y mucho menos en contra.
Y ASÍ: ¿Que son necesarias 5 cosas para confesarse bien; es decir, para que haya, de hecho, Confesión? Pues: absoluciones colectivas; y ya puestos, y por el mismo precio, ¡fuera confesiones, que ya nadie peca: eso es una antigualla!. ¿Que hay que estar en gracia para poder comulgar? Pues: todos a comulgar, que ya nos hemos arrepentido, o que ya no hay pecado: simpliciter. Y así sucesivamente.
Pero, entonces, ¿qué sucede? Muchas y gravísimas cosas. La primera, que así ya no hay Sacramentos. Por tanto, ya no está Cristo. Por tanto, la Iglesia deja de serlo. Por tanto, no hay salvación: nos hemos pasado al enemigo, y estamos adorando a la Bestia.
Además, se pierde la conciencia de pecado; y, por tanto, se corrompen las conciencias. En la vida de los cristianos sólo queda entonces espacio para el pecado, pero sin poder salir de él. Es como si en la Iglesia estuviese triunfando Lutero después de cientos de años muerto: «peca mucho, que así amas mucho a Dios».
Pero claro: sin la gracia, sin Dios, hemos convertido nuestra vida en un infierno, porque el infierno es precisamente esto: la ausencia de Dios, con todo el sufrimiento-insufrible que eso comporta.
Pero eso sí: ¡por fin, igual que la sociedad moderna «se construye» -se destruye- a sí misma cuando impera el «ut si Deus non daretur», así también la iglesia «se construye» -se destruye- a sí misma cuando impera el «ut si Deus non daretur»!
Por fin la hacemos totalmente -ex novo- nosotros, los hombres. Por fin es hechura nuestra: hemos derribado el último muro -el muro de Dios y de su Iglesia- que nos impedía «ser como dioses». Pero nos hemos quedado sin Dios, sin Cristo, sin la Iglesia, y, de esta forma -liberados, desalienados- nos hemos perdido.
Por José Luis Aberasturi y Martínez, Sacerdote