En declaraciones al diario italiano Corriere della Sera, el cardenal Walter Kasper ha asegurado que la Iglesia tiene que abordar con más detalle la cuestión de las parejas del mismo sexo. Indica además que esa cuestión fue en el último Sínodo «solamente un tema marginal, pero ahora se convierte en central». El purpurado alemán defiende el voto a favor del «matrimonio» homosexual en el reciente referendo celebrado en Irlanda. En su opinión es importante honrar las relaciones del mismo sexo de larga duración, que contienen «elementos buenos», a pesar de que la Iglesia no puede cambiar su actitud fundamental hacia ellos, ya que están en contra de la enseñanza de los Evangelios.
Es decir el cardenal alemán reconoce que la Iglesia no puede cambiar su actitud fundamental hacia ellos, ya que están en contra de la enseñanza de los Evangelios. Pero podemos preguntarnos, ¿qué dice la Escritura sobre la homosexualidad? La Revelación muestra que la sexualidad es un elemento constitutivo del ser humano, oponiéndose enérgicamente a la banalización de las relaciones sexuales, incluidas las relaciones homosexuales. Aunque las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento hayan sido compuestas en diversas épocas y culturas, designan los actos homosexuales con coherente continuidad como graves desórdenes del plan de Dios sobre el hombre. La Biblia nunca habla positivamente de la práctica homosexual, que no deja de ser un pecado. «El Creador, en el principio los creó hombre y mujer» (Mt 19,4; Mc 10,6). Según estas palabras de Jesús, la razón de la diferencia está en que uniéndose «serán los dos una sola carne» (Mt 19,5; Gén 2,24). La Iglesia enseña la primacía de la persona humana sobre su sexualidad, aunque el ser humano existe siempre y solo como varón o como mujer. La diferencia sexual pertenece a la naturaleza original del hombre creado a imagen de Dios. El sexo es una estructura esencial de la naturaleza humana, hasta el punto que es constitutiva de la humanidad tanto del varón como de la mujer. Comprender la diferencia de sexos es esencial para entender la humanidad.
La homosexualidad se encuentra en el Antiguo Testamento claramente repudiada y sin ningún tipo de concesiones en Gén 19,4-9 y Lev 18,22, llegándose incluso a la pena de muerte en Lev 20,13, considerándose en Sab 14,26, una de las consecuencias de la idolatría, aunque para entender estos textos correctamente hay que tener en cuenta el trasfondo histórico. En el Nuevo Testamento entre los pecados que caen dentro del ámbito de la sexualidad se menciona también la homosexualidad, tanto en los catálogos de vicios que excluyen del Reino de Dios (1 Cor 6,9; 1 Tim 1,10), como en Judas 7, con una clara alusión a lo habitantes de Sodoma y Gomorra. San Pablo considera los actos homosexuales como perversiones del orden natural instituido por Dios en la existencia humana y de ellos afirma que es uno de los castigos que muestran la perversidad de la idolatría (Rom 1,24-28), condenando la sodomía masculina y femenina como contra natura.
El texto más clásico de rechazo de la homosexualidad es Rom 1,18-32. Reprueba igualmente tanto la homosexualidad masculina como la femenina. Desde luego no se trata directamente de emitir un juicio sobre la persona individual. El punto de partida paulino se sitúa en la misma línea que la mayor parte de los textos veterotestamentarios, es decir en el análisis de la historia del pecado como alienación de Dios. Contempla el pecado en cuanto que se encarna en una cultura pervertida y en un ambiente totalmente alienado. El juicio del Apóstol arremete en especial contra los ambientes que no sólo practican, sino que incluso exaltan la homosexualidad, pues «cambiaron la verdad de Dios por la mentira» (v. 25). La causa más profunda de todos estos desórdenes, que encuentran su máxima expresión en las perversiones sexuales, es el rechazo de honrar a Dios, a la que sigue el de respetar y honrar al hombre cual imagen de Dios. «Por esto, Dios los entregó a pasiones vergonzosas, pues sus mujeres cambiaron las relaciones naturales por otras contrarias a la naturaleza; de igual modo los hombres, abandonando las relaciones naturales con la mujer, se abrasaron en sus deseos, unos de otros, cometiendo la infamia de las relaciones de hombres con hombres y recibiendo en sí mismos el pago merecido de su extravío» (vv. 26-27). San Pablo nos dice. «Huid de la fornicación» (v. 18) y «¿acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?» (v. 19). Es decir la postura de la Iglesia al rechazar la fornicación se basa nada menos que en la Sagrada Escritura, pero este rechazo de la fornicación significa que toda práctica de la sexualidad genital es ilícita fuera del matrimonio y esto vale por supuesto también para las relaciones heterosexuales extramatrimoniales.
El homosexual debe recordar que absolutamente todos los hombres, y por tanto también él, somos muy queridos por Dios y llamados por Él a realizar una vocación que consiste en el pleno desarrollo de nuestra dignidad humana. La enseñanza de la Iglesia reconoce la dignidad, el valor y el destino eterno de toda persona humana. Recordemos de todos modos que la tendencia homosexual no es en sí pecado, sino sólo cuando se expresa en actos, pues estos actos sí son objeto del juicio moral. Por ello dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «Apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves (cf. Gén 19,1-29; Rom 1,24-27; 1 Cor 6, 9-10; 1 Tim 1,19), la Tradición ha declarado siempre que ‘los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados’. Son contrarios a la Ley Natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso. (Congregación para la Doctrina de la Fe, Persona Humana, nº 8)» (CEC, 2357). Este texto nos recuerda que la enseñanza moral de la Iglesia se basa no sólo en la Sagrada Escritura, sino también en la Tradición de la Iglesia, en la Ley Natural y en el seguimiento a Cristo. Tenemos que hacer lo que está bien. La tarea de controlar nuestra sexualidad es de todos, homo y heterosexuales, pues somos personas libres y es una tarea realizable, especialmente si nos apoyamos en Dios y en su gracia.
En su libro «Dios y el mundo» el cardenal Ratzinger, antes de ser Papa, escribe: «Para todos los que tienen responsabilidades en la Iglesia, significa que ellos mismos deben someterse con gran responsabilidad a esas condiciones. No pueden imponer a la Iglesia sus propias opiniones como doctrina, sino que tienen que ponerse al servicio de la gran comunidad de la fe y convertirse en oyentes de la palabra de Dios. Tienen que dejarse dirigir y purificar por Él, para conseguir hacerlo bien» (pág. 399).
Pedro Trevijano, sacerdote