Sólo había piedras mudas y arenas polvorientas, como un paisaje lunar. Allí no había nada que explicar, nada que te conmoviera por su belleza de formas, por su música melodiosa, por su letra inspirada. Era sólo eso: un paisaje sin historia, sin nada que contar. Y uno recordaba tantos otros paisajes que con su arquitectura, su melodía, su literatura, su derecho a favor de los desfavorecidos, sus casas de acogida para los heridos de la vida, eran ámbitos que te dilataban la mirada y te ensanchaban el corazón.
Entonces me dirigí a una joven preciosa, para preguntarle algo que la dejó bloqueada en su rubor. No supo decir cuál era su color, ni la medida de su grandeza, ni siquiera el sabor que tenía; apenas pudo decir nada, pero tenía la total certeza de que aquello existía sin tener palabra con la que contarlo, ni pincel para poderlo pintar.
¿De qué se trataba? Ella, azarosa, hablaba del amor, sí, del amor. Sabes que es y está, que te llena y sobrepasa, pero no aciertas a contarlo por más que le des vueltas y vueltas. Se te nota porque la vida cambia, tu mirada tiene otro brillo, tu entraña otra piedad, y tus manos se hacen de pronto dadivosas como una bendición que no acaba. Porque hay cosas que te sostienen y sin embargo parece que no existen porque no las sabes contar. Así ocurre con Dios. E igual que sería despreciable si alguien censurase o privatizase el amor y la esperanza, sólo porque desborda nuestro modo de describirlos, ¿qué diríamos si la dimensión religiosa estuviera también proscrita como si fuera un apéndice malhadado que hay que tapar o evitar?
Todo esto me viene en estas fechas anuales, cuando se abre la inscripción para la clase de religión. No se trata de una catequesis en la escuela, que para eso está y basta la parroquia de cada uno. Sino que es una verdadera dimensión educativa, un factor que se necesita para poder comprender tantas cosas que pasan precisamente a través del fenómeno de la religión. De siempre el hombre ha percibido y descrito a su manera la relación con Dios: desde el hombre de las cavernas ancestrales hasta el de la tecnología espacial, todos han generado una expresión cultural respecto de ese Misterio.
En nuestra historia hispánica y europea, esta relación con Dios ha tenido un punto de encuentro totalmente particular y vinculante con el Cristianismo, con la religión Católica. Aunque no todos sean practicantes, sí que todos son culturalmente cristianos. Por eso, ignorar este factor significaría no entender, por desidia o por desdén, algo que nos constituye como pueblo y como civilización. La cultura que ha generado el Cristianismo, el derecho, las iniciativas sociales, las páginas de heroico testimonio y santidad, la literatura, la música, la escultura, la pintura, la arquitectura, todo quedaría relegado a una torpe censura en aras de un inculto prejuicio que acaba en ignorancia.
No reclamamos un privilegio, sino un derecho beneficioso, para que nuestras generaciones más jóvenes crezcan mejor formadas, sin censuras ideológicas ni ignorancias que harían de menos su bagaje cultural. El factor religioso aporta una serie de valores humanizadores que se derivan y nos abocan del bien, la paz, la solidaridad, la verdad y la apertura a Dios, cuya grandeza ni nos humilla ni nos acorrala. Es un Dios amigo que no nos enemista con los demás. Apuntar o apuntarnos a la religión Católica en la escuela, es una manera de cultivar una visión del mundo, tener un juicio sereno sobre las cosas, e ir asimilando la sabiduría bella y bondadosa que la cultura cristiana ha sido capaz de generar en sus dos mil años.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm