Los datos son claros y contundentes: la Iglesia genera riqueza, entre otras cosas porque genera empleo, pero, sobre todo, porque con la animación espiritual que suscita en sus fieles da lugar a una corriente de solidaridad extraordinaria, de la que se benefician en primer lugar los que más lo necesitan. Y si esto es así, ¿por qué siguen obstinados tantos anticlericales trasnochados en gritar que a la Iglesia hay que dejar de ayudarla con fondos públicos? Quizá porque si no tuvieran a la Iglesia contra la que arremeter, habrían perdido su última bandera.
La Iglesia tiene, pues, derechos y no sólo por su historia o por sus servicios sociales. Ahora bien, esos derechos deben ser respetados porque le convienen a la propia sociedad, que es la que se va a beneficiar de que la Iglesia pueda satisfacerlos. El primero de esos derechos es el de la libertad religiosa, uno de los temas principales que ha tratado el cardenal Bertone en nuestro país. La libertad religiosa, como dijo el secretario de Estado vaticano, es mucho más que la libertad de culto. Es, entre otras cosas, que la Iglesia pueda alzar su voz para defender a los sin voz y que no se la insulte o ataque por ello. A ser posible, incluso, que se le haga caso. ¿Por qué no hacerlo así, por ejemplo, cuando la Iglesia reclama que los contenidos de Educación para la Ciudadanía no violen el derecho de los padres a educar la conciencia de sus hijos? Si a esta gran benefactora de la sociedad que es la Iglesia se le respetaran sus derechos, entre otras cosas, la gran crisis de valores que padecemos no sería tan perniciosa y la crisis económica, probablemente, no se habría producido o no habría estallado con la virulencia con que lo ha hecho. Por mucho que le pese a los comecuras. Fe y Razón
Santiago Martín, sacerdote