Sí, soy Legionario de Cristo. ¡Bendita vocación! Inesperada, inmerecida. ¡Gracias, Señor!
Hace casi tres años la Santa Sede emitió un comunicado en el que se invitaba al Padre Maciel a una vida reservada de oración y penitencia, renunciando a todo ministerio público, al tiempo que, “independientemente de la persona del fundador, se reconoce con gratitud el benemérito apostolado de los Legionarios de Cristo y de la asociación ‘Regnum Christi’”. En éste y en muchos medios de comunicación salí en defensa abierta del Padre Maciel, eso sí, sin juzgar a los que decían lo contrario. Siendo sincero, hubiera dado lo que fuera por haberlo podido defender aún más. Sí, así fue.
Con un dolor que es difícil describir y del que no quiero hacer el menor alarde, hemos conocido que nuestro fundador llevaba una doble vida, y dentro de ésta, empiezan a darse a conocer datos que para nosotros eran impensables y que hoy aún nos cuesta creer que sean verdad, pero lo son.
Sí, soy sacerdote Legionario de Cristo. Presente. Como tantos hermanos legionarios, un día, cuando yo tenía 17 años, dejé atrás mi plan de vida y decidí darlo todo para seguir a Jesús, para luchar por Él amando a los demás y tratando de acercarlos al amor que quemaba mi corazón lleno de ensueño y de entrega. Santi, mi hermano de sangre, se había encontrado a una congregación, nueva para mi familia en España, se llamaban Legionarios de Cristo. Pocos meses después, Santi dejó todo y se fue a la Legión llegada de México lindo y querido. Aún recuerdo a mis padres aquel día despidiendo al hijo que dejaba su familia, la niña que tanto le quería, su carrera, su moto nueva que apenas alcanzó a disfrutar, en fin, todo, y entraba al noviciado de la congregación que casi no conocíamos. Todo lo que llevaba era una pequeña maleta, un par de pantalones negros, un poco de ropa blanca y un par de zapatos.
El ejemplo de vida de mi hermano y de sus compañeros hizo que un día yo también recibiera el llamado en mi corazón cuando descubrí que Jesús sonriendo decía mi nombre. Dejé mi barca en plena juventud, me corté el pelo, renuncié a mis planes y a mis sueños y me fui a comenzar el camino de esta vocación que me ha hecho tan feliz y que ha llenado tanto mi vida. He compartido los 18 años de mi sacerdocio al lado de miles de jóvenes de todo México. Con todas mis limitaciones, he tratado de ayudarles a abrir una rendija de su corazón a la amistad con el Amigo que nunca falla. Sin merecerlo, he recibido tanto amor de Cristo, he experimentado tanta ternura de María, he aprendido a amar a la Iglesia, he descubierto el valor de las almas y he gozado al ver cómo el Regnum Christi hace tanto bien al que lo recibe.
Y ha llegado la hora de la galerna, y en medio de sus olas y de sus embates nos rodea el asombro ante el misterio que, a mis hermanos legionarios como a mí, nos lleva a querer actuar como Jesús y a entregarnos a Él y a los demás con un corazón más limpio en nuestra vocación. Unido al Padre Álvaro Corcuera, nuestro director general, y a mis hermanos legionarios, pido perdón por negar las voces que decían lo que jamás podía haber llegado a imaginar, “pido perdón por tanto sufrimiento”. He aprendido como sacerdote, cuando uno ve, conoce y experimenta tantas cosas de la vida de los hombres dentro y fuera del confesionario, que el juicio personal sólo le corresponde a Dios. Y el Evangelio es muy claro: “no juzguéis y no seréis juzgados, perdonad y seréis perdonados”.
Seguiremos más que nunca con nuestra labor, tratando de hacer siempre el bien y desterrando hasta la última sombra de lo malo. La oración nos cura, purifica y fortalece. Por ello, pedimos perdón, de todo corazón. Reconocemos los errores, no nos empeñamos en defender los hechos, tampoco juzgamos la conciencia de un difunto porque no podemos ocupar el lugar que sólo le toca a Dios. A los que hoy nos dicen que nuestra cara no les parece demasiado limpia, les invitamos a conocer nuestra vida y les abrimos nuestra casa. No queremos reaccionar a la defensiva, ante los cuestionamientos que recibimos, sin antes haber advertido el deber de mirarnos con toda sinceridad ante el espejo del Evangelio, y hacerlo con la humildad y la sencillez que Jesús nos pide. A los que tienen dudas de nosotros y tienen preparadas las piedras para arrojarlas, les pedimos que sigan el camino de la verdad y no mezclen mentiras, que tanto confunden y dañan.
Estamos seguros que “la verdad nos hará libres”, y hoy más que nunca los Legionarios de Cristo la aceptamos y queremos vivirla, cueste lo que cueste, obedeciendo al Papa, sirviendo a la Iglesia y dando la vida por las almas hasta el final.
Juan Pedro Oriol L.C.