A todos los sacerdotes, religiosos, consagrados y fieles de la diócesis
Queridos hermanos:
Acabamos de celebrar con toda solemnidad la Resurrección del Señor. Después de la intensa Vigilia Pascual y del Domingo de Resurrección toda la Iglesia se reúne durante este largo tiempo de Pascua para saborear y comprender lo que supone que Cristo vivo se siga haciendo presente entre nosotros y nos otorgue su vida. La pascua celebra la resurrección de Jesucristo, victorioso sobre la muerte, pero, sobre todo, que su victoria es nuestra victoria. Esto hace que la fiesta se denomine como “la reina de todas la estaciones”, “día esplendoroso”, “la fiesta regia de todas las fiestas”. Éste es el día que hizo el Señor. Celebramos y vivimos, por tanto, la verdad fundamental de la fe cristiana. “La fe cristiana se mantiene o se pierde según se crea o no en la resurrección del Señor. La resurrección no es un fenómeno marginal de esta fe; ni siquiera un desenlace mitológico que la fe haya tomado de la historia y del que más tarde haya podido deshacerse sin daño para su contenido: es su corazón” (Romano Guardini, El Señor, Parte sexta).
“Hoy el cielo y la tierra cantan ‘el nombre’ inefable y sublime del Crucificado resucitado.
Todo parece como antes, pero, en realidad, nada es ya como antes.
Él, la Vida que no muere, ha redimido y vuelto a abrir a la esperanza a toda existencia humana.
‘Pasó lo viejo, todo es nuevo’ (2 Co 5, 17).
Todo proyecto y designio del ser humano, esta noble y frágil criatura, tiene hoy un nuevo ‘nombre’ en Cristo resucitado de entre los muertos,
Porque ‘en Él hemos resucitado todos’”.
(S. Juan Pablo II, Mensaje de Pascua para el Nuevo Milenio).
Así, pues, “la resurrección de Cristo es vida para los difuntos, perdón para los pecadores, gloria para los santos. Por esto el salmista invita a toda la creación a celebrar la resurrección de Cristo, al decir que hay que alegrarse y llenarse de gozo en este día en que resucitó el Señor” (San Máximo de Turín, Sermón 53).
Os invito, por consiguiente, a vivir intensamente este tiempo de Pascua, tan largamente preparado, para recibir ahora su fruto. Han pasado los 40 días del ayuno cuaresmal y comienzan “los Cincuenta Días de la Pascua,” siete semanas más un día –una “semana de semanas” desde ahora hasta la fiesta de Pentecostés–. En estos cincuenta días nuestro Señor resucitado nos hace vivir una nueva primavera.
¿De qué manera es posible aprovechar este tiempo y las gracias que Dios nos quiere conceder?
1º Vivamos festivamente la Pascua porque Cristo, vencedor de la muerte, está presente activamente también en nuestra vida y en la historia de hoy.
“¡Cristo nuestra Pascua, se ha inmolado en la cruz por nuestros pecados y ha resucitado glorioso: hagamos fiesta en el Señor!”. Este es el sentimiento que invade la liturgia en estos días, tras la celebración de la Pascua; en estos días repetimos con júbilo las palabras de la Secuencia: Mors et vita duello conflixere mirando, dux vitae mortuus regnat vivus‘: “¡Lucharon vida y muerte en singular batalla, y muerto el que es la Vida, triunfante se levanta!”. De esta certeza nace una profunda alegría, que es el distintivo de los cristianos: que la seguridad del triunfo de Cristo nos haga vivir con abandono en la providencia, cordiales en el trato con cercanos y extraños.
“La alegría cristiana es una realidad que no se describe fácilmente, porque es espiritual y también forma parte del misterio. Quien verdaderamente cree que Jesús es el Verbo Encarnado, el Redentor del Hombre, no puede menos de experimentar en lo intimo un sentido de alegría inmensa, que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo… ¡No apaguéis esta alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y resucitado! ¡Testimoniad vuestra alegría! ¡Habituaos a gozar de esta alegría!” (S. Juan Pablo II, Alocución 24.11.1979).
2º Anunciemos al mundo que Cristo vive.
Pedro, los Apóstoles y los discípulos comprendieron perfectamente que les tocaba a ellos la tarea de ser los “testigos” de la resurrección de Cristo, porque de este acontecimiento único y sorprendente dependería la fe en el y la aceptación de su mensaje salvífico.
La Iglesia, junto al sepulcro vacío, advierte siempre así a los hombres: “¡No busquéis entre los muertos al que vive! No está aquí: ha resucitado!”. Pedro, que entró con Juan en el sepulcro vacío, vio “las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte” (Jn 20, 6-7). El, después, le vio resucitado y se entretuvo con el, como afirmó en el discurso en la casa del centurión Cornelio: “Los judíos lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que El había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos” (Hech 10, 39-42). Este primer anuncio muestra el valor de la muerte de Cristo y su resurrección que nunca debemos esconder a nadie ni dar por supuesto. Sin este anuncio no hay evangelización posible, es el corazón de la fe. Debemos proclamarlo sin cesar.
3º Seamos testigos de Cristo resucitado.
Somos testigos del Señor. Todos conocemos las inquietudes y los miedos de nuestra sociedad, los sufrimientos de las familias, la dificultad de educar. Estamos permanentemente confrontados y parece a veces que nada ni nadie puede desbloquear estas situaciones sociales, económicas, culturales, eclesiales que nos dejan un tanto desvalidos. Sin embargo, cada cristiano ve con los mismos ojos de Pedro y de los Apóstoles, está convencido de la resurrección gloriosa de Cristo crucificado y por ello cree totalmente en el, que es camino, verdad, vida y luz del mundo, y lo anuncia con su propia vida, con su palabra y su manera de actuar, con serenidad y valentía. La mirada sobrenatural nos hace mirar los sucesos y las personas con esperanza y responsabilidad, dispuestos siempre a ser levadura cristiana en medio del mundo, al que nos entregamos con caridad para que sea mejor. El testimonio pascual se convierte, de este modo en la característica especifica del cristiano.
4º Vivamos el amor de Dios que hemos recibido
Así escribe San Pablo a los Colosenses: “Si habéis resucitado con Cristo, buscadlas cosas de arriba, donde está Cristo, sentado a la diestra de Dios; aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra, porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (Col 3, 1-3).
En un discurso sobre los sacramentos, San Ambrosio observaba justamente: “Dios, por tanto, te ha ungido, Cristo te ha sellado con su sello. ¿De qué forma? Has sido marcado para recibir la impronta de su cruz, para configurarte a su pasión. Has recibido el sello que te ha hecho semejante a Él, para que puedas resucitar a imagen de Él que fue crucificado al pecado y vive para Dios. Tu hombre viejo ha sido inmerso en la fuente, ha sido crucificado en el pecado, pero ha resucitado para Dios” (Discurso VI, 2, 7). Quien nos ha mandado amar como el mismo nos amó nos capacita para hacerlo colaborando con su gracia. Llenémonos de sus criterios y sentimientos meditando la Palabra de Dios, con decisión por corresponder al don de su amor. Vivir en su amor es también aceptar la gracia, rechazar el pecado y ser dóciles a las mociones del Espíritu hasta hacer nuestro anhelo vivir según las bienaventuranzas.
5º Busquemos ser santos
Dar testimonio es el fruto antes que nada de vivir en tensión constante y decidida hacia la perfección, en valiente adhesión a las exigencias del bautismo y de la confirmación. El Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia, tratando de la vocación universal a la santidad, escribe: “Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado. Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo y un apego a las riquezas contrario al espíritu de pobreza evangélica les impida la prosecución de la caridad perfecta” (Lumen Gentium, 42).
Querer la santidad se expresa mediante el empeño apostólico, aceptando con sano realismo las tribulaciones y las persecuciones, acordándose siempre de lo que dijo Jesús: “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mi antes que a vosotros… Tendréis tribulaciones en el mundo, pero tened confianza: ¡Yo he vencido al mundo!” (15, 18; 16, 33). Se expresa, por fin, mediante el ideal de la caridad, por el que el cristiano, como buen samaritano, aun sufriendo por tantas situaciones dolorosas en que se encuentra la humanidad, se halla siempre implicado de alguna forma en las obras de misericordia temporales y espirituales, rompiendo constantemente el muro del egoísmo y manifestando así de modo concreto el amor del Padre.
Recorrer con el camino de la vida con Jesús significa ir contra la fuerza natural de la gravedad, contra la gravedad del egoísmo, del afán materialista de tener, del deseo de conseguir el mayor placer, que el mundo confunde con la felicidad. Solamente el nos mantiene en el campo gravitatorio de la gracia, del amor infinito de Dios con una fuerza que nos allana el camino hacia la verdad y el bien. Imitar a Cristo es más que tenerle simpatía o sentirnos de acuerdo con este hombre modelo. Es recorrer un camino divino con el Hijo de Dios vivo, porque en la vida resucitada está la aspiración auténtica del hombre y la verdadera felicidad.
6º Vivamos con coherencia ejemplar
¿Cómo ha entrado Jesucristo en mi vida? Gracias a la fe de la Iglesia Jesús sale a mi encuentro como alguien con quien me puedo encontrar. De su figura emana siempre algo optimista y liberador, una infinita generosidad.
Tenemos una fuerte responsabilidad, unida a nuestra gran dignidad, porque solamente si somos coherentes en nuestra vida seremos creíbles en la verdad que profesamos y anunciamos. Llevad a vuestras familias, a vuestro trabajo, a vuestros intereses, llevad al mundo de la escuela, de la profesión y del tiempo libre, así como al sufrimiento, la serenidad y la paz, la alegría y la confianza que nacen de la certeza de la resurrección de Cristo!
7º Oremos por los cristianos perseguidos
Las noticias constantes de la situación de los cristianos perseguidos violentamente en más de cincuenta países y la tragedia de los continuos atentados, asesinatos, deportaciones de cristianos por la única razón de serlo y confesar su fe, llaman a nuestra conciencia y piden nuestro auxilio. Los sucesos recientes de Pakistán, Irán, Siria, Kenya, China, Corea del Norte, etc. nos afligen y llenan de consternación. Siguiendo la invitación del Santo Padre el Papa Francisco os pido vuestra oración y ayuda material. Además de las oraciones en la celebración de la misa dominical y diaria que hemos de hacer, ofreced vuestra oración personal y comunitaria –liturgia de las horas, adoración eucarística, etc.—por ellos. Os animo a secundar las acciones de denuncia ante las instituciones y cualquier forma de ayuda organizada, así como a aportar limosnas que les haremos llegar.
Hermanos, queridos amigos: En la familia de la Iglesia Jesús me espera en el lenguaje luminoso de la liturgia y de los sacramentos y me sigue hablando en su Palabra para establecer una conversación conmigo. Jesús no es un hombre del pasado. Al contrario, no deja de mirarme, como un amigo que al tiempo es el Señor, es Dios. El siempre se deja ver, pero, como sabe quien vive la fe de la Iglesia, se acerca directamente en la oración, en los sacramentos, y especialmente en la Eucaristía y en el perdón. Se nos ha dado en la eucaristía, su cuerpo vivo entregado, para que nosotros también le demos nuestro cuerpo y la Eucaristía traspase los límites de la iglesia y para estar presente en las formas de servicio al hombre y al mundo.
Un mensaje de Pascua que expresa bien estos empeños de amor de quien, está vivo y reclama nuestra relación. “Sursum corda”, levantemos el corazón, fuera de la maraña de todas nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción, levantad vuestros corazones, vuestra interioridad… siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestro pensamiento y obras. Siempre tenemos que dirigirnos a Él, que es el Camino, la Verdad y la Vida. Siempre hemos de ser “convertidos”, dirigir toda la vida a Dios. Y siempre tenemos que dejar que nuestro corazón sea sustraído de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y levantarlo interiormente hacia lo alto: en la verdad y el amor. En esta hora damos gracias al Señor, porque en virtud de la fuerza de su palabra y de los santos Sacramentos nos indica el itinerario justo y atrae hacia lo alto nuestro corazón. Y lo pedimos así: Sí, Señor, haz que nos convirtamos en personas pascuales, hombres y mujeres de la luz, colmados del fuego de tu amor. Amén. (Benedicto XVI, Pascua 2007).
Quiera el Señor que sigamos adelante con su camino, con confianza firme en el, para confiarle la vida y tener el valor de caminar sobre el agua, vivir sus milagros, dentro de su fuerza de gravedad, que es la vida resucitada.
Os bendigo de todo corazón con afecto y me encomiendo a vuestra oración ante el Señor, que vive y reina para siempre
+ Rafael, Obispo de Cádiz y Ceuta
En Cádiz a seis de abril de dos mil quince
Solemnidad de la Resurrección del Señor