Los primeros cristianos no concebían la Eucaristía sin compartir. No sólo la «cena del Señor» sino que «lo tenían todo en común» (cfr. Hch 2, 44-46). San Pablo tiene palabras duras para los de Corinto que van a la Eucaristía con criterios equivocados. La llamaban «ágape», que significa: comida de hermanos. Pero no era tal. Los ricos se juntaban aparte en unas mesas y comían mejor, mientras que los pobres se tenían que contentar con poco. «Cuando os sentáis en asamblea ya no es para comer la cena del Señor… cada uno come su propia cena». Se evidenciaban desigualdades injustas y por eso San Pablo reprocha su individualismo, que es lo más contrario de una cena de hermanos (cfr.1 Cor 11, 17-22).
San Ireneo de Lyon, en el siglo II, decía: «Nuestra manera de pensar está de acuerdo con la Eucaristía, y la Eucaristía a su vez confirma nuestra manera de pensar». El punto de partida de los cristianos es que todos los hombres tenemos un Padre común y por lo tanto hay unos lazos de relación fraterna, de justicia social y caridad entre todos. Somos hijos de Dios y hermanos en Cristo. Por eso las grandes encíclicas sociales señalan a la Eucaristía como fundamento de una forma peculiar de pensar. Las grandes campañas de Manos Unidas contra el hambre y del «Día de la Caridad» en Corpus ponen la motivación de las ayudas que se hacen en la eucaristía, que es el manantial que alimenta la caridad.
Dice el Papa Francisco. «Cuando participamos en la santa misa, nos encontramos con hombres y mujeres de todo tipo: jóvenes, ancianos, niños; pobres y gente acomodada; nativos y forasteros; acompañados de sus familiares y solos. Pero la Eucaristía que celebro, ¿me lleva a sentirlos a todos, de verdad, como hermanos y hermanas? ¿Me empuja a ir hacia los pobres, los enfermos, los marginados? ¿Me ayuda a reconocer en ellos el rostro de Jesús?» (Audiencia General, 12 de Febrero 2014)
La ayuda fraterna está estrechamente unida a la misa. El amor de Cristo ha de llegar eficazmente a todos los hombres. Las implicaciones y compromisos de la misa nos llevan a vivir lo que expresamos en signos sacramentales en la vida de la familia y en la comunidad. La comunidad cristiana se caracteriza por el testimonio del amor recíproco entre sus miembros, en la caridad hacia las personas y situaciones que requieren atención particular, como son los pobres, enfermos, ancianos, alcohólicos, drogodependientes, los que viven solos y a todos los necesitados.
Cuando la celebración eucarística se termina, empiezan sus exigencias y compromisos en la celebración de la vida. Es la vida que emana de la Eucaristía. Es la vida que hay que celebrar con unos criterios eucarísticos en la mesa del pan y del vino de la calle. Salimos de misa con una pegunta inquietante: ¿Qué personas de la parroquia y del mundo esperan que sea coherente con la Eucaristía celebrada? No es un acto puramente devocional, ni es una obligación para acallar mi conciencia. La Eucaristía es un encuentro con el Maestro que me indica que «la Eucaristía es un misterio que se ha de vivir» (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, III Parte). Se prolonga a través del tiempo y las horas del día como la sal que da sabor a la comida. Es la fuente de donde mana y corre el agua viva.