Entramos en el otoño, y comienza la estación de los vendavales. Con el primero, han empezado ya a caer las caretas en la derecha política y social de nuestro país. Es muy de agradecer. El otoño desnuda, arranca la hojarasca seca, y permite distinguir las formas que tapaba el vicioso follaje veraniego.
La primera careta arrancada ha sido la de la pose provida del actual gobierno del PP. Ahora ya no hay duda de lo que le importa realmente el derecho a la vida a Mariano Rajoy, a Soraya Sáenz de Santamaría y al resto de la cúpula de ese partido. (También, y dicho sea de paso, ha quedado al descubierto, por enésima vez, lo que les importa a tales personajes el cumplir con sus promesas electorales. Pero esa es otra...)
Ha caído el ministro de justicia, Alberto Ruiz Gallardón, con notable dignidad. Y su caída deja a la intemperie, por comparación, a toda una serie de «católicos oficiales» que siguen en sus escaños y ministerios sin ningún propósito de enmienda. Ellos podrán seguir, pero el vendaval se ha llevado sus caretas. Ahora podrá ver cualquiera quiénes son, y qué es lo que realmente cuenta para ellos. La vida de los no nacidos no mucho, en todo caso. Aunque quizás me engaño. Es posible que en estos momentos esté poniéndose en marcha toda una oleada de dimisiones, ruptura de carnés y pases al grupo mixto. Es posible que en los próximos días asistamos a un reconfortante espectáculo de hombría de bien en las filas de la derecha política española, que aliente la esperanza de su posible renovación. ¿Lo veremos? En fin. Así están las cosas en ese mundillo...
Pero nos engañaríamos dedicándoles más atención de la que merecen estos tristes paniaguados. Pues el otoño es la hora de la verdad, y ésta ha llegado también, y sobre todo, para sus votantes «conservadores», cobijados hasta el momento a la sombra del proyecto de ley de Gallardón. La sombra ha desaparecido, y ya no hay donde agarrarse, señores malminoristas. ¿Volverán a votar al PP en las próximas elecciones? Es posible, pero ya sin la careta provida, que se les ha venido abajo definitivamente. A partir de ahora, votar al PP significa apoyar la ley Aído con su reguero de sangre interminable. El que lo haga, que se lo cuente a su conciencia, si es que aún puede escucharla.
El viento arrecia, y va llegando el momento de comprobar también la consistencia del arbolado episcopal ibérico. ¡Oh! Ya sé, los obispos no están para hacer política. Muy cierto... Es sólo que, entre otras cosas, nuestros prelados cuentan con una importante cadena de radio, y una no tan desconocida cadena de televisión. Unos medios que, hasta ahora, han sido eficaces altavoces de un partido que decía defender la vida de todos, incluyendo los no nacidos. ¿Y ahora?
No creo que podamos hacernos muchas ilusiones. En la Inglaterra de Enrique VIII había muchos obispos, pero sólo hubo un Juan Fisher. Y también en la Alemania de Hitler había muchos obispos, pero sólo hubo un Clemente von Galen. ¿Cuántos Fisher y cuántos von Galen hay en el episcopado español actual? Lo vamos a saber muy pronto.
España es un país enfermo. Muy enfermo. Y su mayor enfermedad es la falta de principios morales sólidos, por los que uno esté dispuesto a arriesgar (y si hace falta a sacrificar) comodidades y ventajas personales y profesionales. Por eso, el vendaval de este otoño está dejando al descubierto un paisaje desolado de indignidad. Es el paisaje de la derecha política y social de nuestro país, quizás la parte más enferma y deleznable de la nación. Porque, a fin de cuentas, la izquierda tiene unas ideas, y lucha por ellas. Ideas equivocadas, sí. Suicidas, si se quiere, puesto que, a la larga, nos van a llevar a una situación inviable. Pero ideas, al fin. Pero la derecha, ¿qué defiende realmente la derecha? ¿La familia? A la vista está que no. ¿Las raíces cristianas? Ni de lejos. ¿El derecho de todos a la vida? Eso decían.
Se acabó la mascarada. A partir de ahora, podremos ver las ramas desnudas del discurso pepero. Un discurso que va a estar centrado en el único tema con el que los dirigentes del partido en el gobierno esperan motivar a sus votantes: el miedo a la izquierda. El eslogan para las próximas elecciones va a ser minimalista: «Que viene el lobo». Entretanto, los abortorios seguirán produciendo deshechos humanos en cantidades industriales. Y ya con toda tranquilidad, pues su futuro ha quedado despejado a largo plazo. No era un tema importante. No merecía la pena arriesgar el gobierno por eso. Ahora ya lo sabemos.
Francisco José Soler Gil
Publicado originalmente en el Diario ABC, edición de Sevilla