El sacerdote, como persona consagrada a Cristo y llamado a identificarse de una manera especial al Señor, tiene como una función especial de llevar la luz del Evangelio entre sus hermanos los hombres (cfr. Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 2). Testigos de las realidades terrenas, no pueden permanecer ajenos a los aconteceres humanos; tienen por ello una específica obligación de no conformarse a este mundo (cfr. Ibidem, n. 3). Por su especial dedicación a la cosas divinas, deben ser especialmente sensibles a las injusticias de este mundo y a la pobreza y demás lacras sociales (cfr. Ibidem, n. 6). Los Obispos, aún más, deben mostrarse especialmente dispuestos a «conocer bien las necesidades [de los fieles], las condiciones sociales en que viven, usando de medios oportunos, sobre todo de investigación social. Muéstrense interesados por todos, cualquiera que sea su edad, condición, nacionalidad, ya sean naturales del país, ya advenedizos, ya forasteros» (Decr. Christus Dominus, 16).
Muchas veces la caridad llevará al sacerdote a ayudar activamente a luchar contra alguna situación de injusticia en su entorno; en esto la Iglesia Católica a lo largo de la historia ofrece un amplio abanico de ejemplos, desde la creación de hospitales para los más necesitados, a la dirección de escuelas y centros de enseñanza para gente sin recursos, pasando por la constitución de cooperativas laborales en regiones desfavorecidas, Organizaciones No Gubernamentales para el desarrollo, etc.
A la vez, se debe tener en cuenta que el orden justo es tarea principal de la actividad política (cfr. Benedicto XVI, Enc. Deus Caritas est, n. 28); es más, «en este punto, política y fe se encuentran» (Ibidem n. 28).
Sin embargo, no es misión de la Iglesia dar respuestas concretas a los problemas sociales de cada momento o de cada lugar, pues esta es misión del Estado. «La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política» (Ibidem n. 28). La Iglesia puede ayudar de muchos modos a la consecución de los objetivos de justicia social a través de orientaciones morales, de la difusión de la Doctrina Social de la Iglesia o de la sensibilización de las conciencias en los graves problemas de la sociedad. Pero no debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. La Iglesia no puede ni debe sustituir al Estado.
Es misión de los laicos la transformación de las estructuras temporales de la sociedad: a ellos «corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y del Redentor» (Const. Dogm Lumen Gentium, 31). Forma parte de la vocación específica de los laicos «descubrir o idear los medios para que las exigencias de la doctrina y de la vida cristiana impregnen las realidades sociales, políticas y económicas» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 899).
Los fieles laicos actuarán según su personal competencia, y en uso de su libertad propondrán -junto con otros ciudadanos, católicos o no católicos- diversas soluciones a los problemas sociales y políticos de su momento. Tales soluciones serán ofrecidas a la sociedad por propia responsabilidad. Ningún fiel puede atribuirse, a sí mismo o a su programa político, la exclusividad de la doctrina de la Iglesia. Es normal que ante un mismo problema quepan legítimamente muchas soluciones. La Iglesia en cuanto tal no prefiere ninguna solución política de entre las que proponen los ciudadanos. Permanece, sin embargo, el derecho de la Iglesia a «dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando todos y solos aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y de situaciones» (Const. Past. Gaudium et Spes, n. 76). Este juicio normalmente será negativo, en el sentido de indicar que determinada doctrina política es contraria la doctrina de la Iglesia: los dos ejemplos más conocidos son la condena del nazismo (Pío XI, Enc. Mit Brenender Sorge) y del comunismo (Pío XI, Enc. Divini Redemptoris) en 1937. Estos juicios morales, cuando se dan, no se deben entender como una intromisión en la legítima libertad de los católicos o en la organización del Estado, sino como una orientación moral a los laicos que les ayuda en su misión de transformar las estructuras temporales a la luz de la doctrina del Evangelio.
El sacerdote o clérigo que pretenda participar activamente de la vida política, en cierto sentido traiciona su peculiar vocación, puesto que «ellos no son del mundo, según la palabra del Señor, nuestro Maestro» (DecretoPresbyterorum Ordinis, n. 17). Los sacerdotes «son promovidos para servir a Cristo Maestro, Sacerdote y Rey», (Ibidem, n. 1), y su misión principal consiste en ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres (cfr. Ibidem, n. 2). Los sacerdotes sirven al pueblo cristiano desempeñando sus funciones ministeriales del mejor modo posible; el pueblo necesita sacerdotes entregados a sus funciones, no sacerdotes que intenten ocupar el espacio de los laicos. «Por esto consagra Dios a los presbíteros, por ministerio de los Obispos, para que participando de una forma especial del Sacerdocio de Cristo, en la celebración de las cosas sagradas, obren como ministros» de Cristo (Ibidem, 5). El pueblo cristiano necesita sacerdotes santos, que ofrezcan el sacrificio de Cristo en plena unión con su maestro.
Si esto se puede decir de los sacerdotes, con mayor motivo se puede afirmar de los Obispos, los cuales «puestos por el Espíritu Santo, ocupan el lugar de los Apóstoles como pastores de las almas» (Decr. Christus Dominus, n. 2) y tienen como misión principal la de enseñar, santificar y regir . Su solicitud se debe extender a todos los fieles confiados a su ministerio, e incluso a todas las personas incluso las no católicas (cfr. Ibidem, n. 11).
No se debe olvidar que «los sagrados pastores, en cuanto se dedican al cuidado espiritual de su grey, de hecho atienden también al bien y a la prosperidad civil, uniendo su obra eficaz para ello con las autoridades públicas, en razón de su ministerio, y como conviene a los Obispos y aconsejando la obediencia a las leyes justas y el respeto a las autoridades legítimamente constituidas» (Ibidem, 19). De la dedicación de los Obispos y los sacerdotes al ministerio para el que han sido designados, por lo tanto, se deriva un doble beneficio par la sociedad:
a) La difusión de la doctrina de la Iglesia ayuda a que haya más ciudadanos que busquen la justicia en la sociedad civil. Los ciudadanos católicos tienen un motivo más que los demás ciudadanos para buscar la justicia social, y es la fidelidad a su fe religiosa, y para ellos es además un motivo de gran peso.
b) La difusión de la doctrina de la Iglesia, que es eminentemente espiritual, es un bien en sí mismo para la sociedad. Ningún poder civil puede dejar de lado la dimensión espiritual de los ciudadanos; con pleno respeto a la libertad religiosa -por lo tanto sin preferir una confesión religiosa sobre otras- al Estado le favorece que los ciudadanos tengan vida espiritual porque queda completada la dimensión entera de la personalidad humana.
El Estado no puede prohibir que un Obispo o un sacerdote participe en la vida política, pues sería una intolerable discriminación de una persona por razón religiosa, lo cual sería radicalmente contrario a la Declaración Universal de los Derechos Humanos (cfr. Asamblea General de las Naciones Unidas, Declaración Universal de los Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948, arts. 2 y 18). Los clérigos se abstienen de participar en la vida política de modo voluntario ante la autoridad civil, aunque en su fuero interno el motivo por el que actúan así es la obediencia a la autoridad eclesiástica y la consideración de la excelencia de su vocación.
Con la dedicación de los Obispos a su ministerio espiritual, por lo tanto, los clérigos -Obispos y sacerdotes- fomentan el desarrollo de la sociedad civil sin que sea necesario ni conveniente que participen activamente en la vida política.
Al abstenerse de participar activamente en la vida política no hacen otra cosa que imitar al Señor, el cual rechazó ser declarado rey por sus conciudadanos (cfr. Jn 6, 15). Jesús se proclamó rey ante Poncio Pilato (cfr. Mt 27, 11, 14) aun sabiendo que sus respuestas ante el procurador romano le podían acarrear la muerte (Jn 19, 10) . Esta aparente contradicción se resuelve considerando que el reino del Señor no es de este mundo (Jn 18, 36). Esta doctrina queda claro en el episodio del tributo al César: «dad al Cesar lo que es del César, y dad a Dios lo que es de Dios» (Mc 12, 13-17); también en la respuesta al hombre que le pidió que intercediera para que su hermano repartiera la herencia con él: «¿quién me ha constituido juez o partidor entre vosotros?» (Lc 12, 14). Se puede destacar que en este episodio quizá el que le interpela tenía la razón de su parte en su pretensión. El Señor, sin embargo, reafirma su doctrina de que su reino no es de este mundo y prefiere no dar una sentencia en esta cuestión.
Los clérigos, por lo tanto, al abstenerse de intervenir activamente en actividades políticas imitan el ejemplo del Señor que rechazó intervenir en estas mismas cuestiones, teniendo más motivos que nadie pues es el Creador del Universo y el día de la Parusía vendrá como juez.
P. Pedro María Reyes, sacerdote
Director de Ius canonicum