Queridos hermanos:
Como todos los años, la fiesta de nuestra Madre de Arantzazu coincide con el inicio de un nuevo curso; en esta ocasión el 2014-2015. Es de sobra conocido que la Iglesia organiza su actividad pastoral en el marco del curso escolar, ya que éste configura nuestra actividad mucho más que el propio año natural. Por ello, al inicio del nuevo curso pastoral, nos encontramos en este santuario para pedirle a la Madre del Redentor que acompañe y sostenga nuestra labor en el curso que se inicia.
¿Dónde poner el acento de nuestra actividad pastoral? ¿Cuáles deben ser los subrayados principales de la tarea de la Iglesia Católica en el hoy, aquí y ahora de nuestra Diócesis de San Sebastián? Deseamos abordar decididamente estas preguntas, aunque ciertamente, no debamos esperar una respuesta mágica, a modo de receta pastoral. Probablemente, el mismo hecho de formular estas preguntas, con un vivo deseo de ofrecer el Evangelio de Jesucristo a la sociedad guipuzcoana, forme ya parte de la respuesta que buscamos.
Una de las insistencias principales de nuestro querido Papa Francisco es la de mostrar el corazón misionero en la tarea evangelizadora de la Iglesia. O dicho con sus propias palabras: procurar una Iglesia en salida; una pastoral de Nueva Evangelización impulsada por un nuevo ardor, nuevos métodos y un nuevo lenguaje, como diría también San Juan Pablo II.
En estos días de verano, he tenido ocasión de leer un artículo en una web de evangelización católica, que tenía el siguiente título: «¿Traer gente a la Iglesia, o traer la Iglesia a la gente?». Hay que reconocer que el título del artículo en cuestión era atrayente, de esos que ejercen de revulsivo para la reflexión pastoral… «¿Traer gente a la Iglesia, o traer la Iglesia a la gente?»… ¿Por cuál de las dos alternativas nos inclinamos?
Es obvio que la primera opción, la de «traer gente a la Iglesia», en la medida en que es planteada por sí sola como meta de la evangelización, es más propia de una concepción histórica de cristiandad, en la que el componente sociológico es determinante, hasta el punto de llegar a oscurecer el encuentro personal con Cristo. Lo cual no obsta, por descontado, para que sigan teniendo plena vigencia las palabras de Cristo en las que nos pide que no cejemos en el empeño por buscar a la oveja perdida y cargarla sobre nuestros hombros, hasta llevarla al redil. No tenemos derecho a descansar hasta que todas las ovejas descubran el gozo de la comunión con Cristo. La Iglesia no está llamada a ser un club de selectos, sino la casa común de todos los hijos de Dios.
Pero como dijo el Papa Francisco con un cierto punto de humor no exento de realismo, nuestra situación es la del pastor que tiene una oveja en el redil y noventa y nueve fuera de él[1]. Y llegado a este punto se pregunta: ¿Cuál debe de ser nuestro estilo pastoral? ¿Traer las ovejas al redil, o llevar el redil a donde están las ovejas?... No cabe la menor duda de que hoy más que nunca, es necesario llevar la Iglesia a la gente, sin estar esperando a que la gente vaya a la Iglesia… Estamos ante una de las grandes convicciones del Papa Francisco, expresadas en Evangelii Gaudium: ¡Una iglesia en salida!
¿Cómo entender correctamente esta llamada a ser una Iglesia en salida? En efecto, en primer lugar es necesario purificar de falsas interpretaciones esta intuición. Por ejemplo, una tentación muy recurrente suele ser la de pensar que la Iglesia tiene que cambiar sus convicciones y adaptarlas a las del mundo, como fórmula para que su mensaje sea acogido. «Traer la Iglesia a la gente» sería interpretado, en este caso, al modo de una equivocada mundanización de la Iglesia, tantas veces denunciada por el Papa Francisco. «Traer la Iglesia a la gente» no puede ser sinónimo de asumir el pensamiento políticamente correcto de cada momento y lugar (que con frecuencia resulta ser éticamente incorrecto). Obviamente, para eso no necesitaríamos ser cristianos, bastaría con ser ciudadanos del mundo. Por lo demás, la experiencia nos ha mostrado repetidamente un hecho inexorable: una iglesia mundanizada suele ser mayoritariamente aplaudida por resultar complaciente; al mismo tiempo que es abandonada a posteriori por quienes la han aplaudido, por resultar innecesaria e insignificante.
¿Cómo hemos de entender, entonces, esa llamada a ser una Iglesia en salida? En primer lugar, para ir afuera, hay que empezar por llegar adentro. Me explico: Si queremos llevar la Iglesia a la sociedad, es necesario que nosotros lleguemos al núcleo del misterio de la Iglesia, que profundicemos, sin quedarnos en la periferia. Me estoy refiriendo a un encuentro personal con Cristo, en la comunión de la Iglesia. Sin conversión personal y sin conocimiento profundo de la espiritualidad católica, la evocación de la Iglesia en salida quedará reducida a una mera imagen.
Pero a la conversión personal se ha de añadir también la conversión pastoral, tal y como nos recuerda Evangelii Gaudium. Y esta conversión pastoral requiere que seamos libres y valientes, sin agarrarnos a falsas seguridades ni a hábitos pastorales caducos. ¡No tengamos miedo a la diversidad de los carismas bendecidos por la Iglesia, porque en ellos actúa la fuerza renovadora del Espíritu Santo! ¡No tengamos miedo a aprender de las experiencias de evangelización que se llevan a cabo en lugares lejanos, porque quienes en un tiempo llevamos la fe a tierras de misión, hoy necesitamos recibir esa fe! ¡No tengamos miedo a la precariedad y a la falta de medios económicos en nuestra Iglesia, porque la Providencia nos dará la gracia de purificarnos y de desprendernos de todo lo superfluo! ¡No tengamos miedo a la diversidad entre quienes conformamos la Iglesia, porque si nuestro corazón está anclado en la firme comunión con el Magisterio de la Iglesia, la diversidad será riqueza y no obstáculo! ¡No tengamos miedo a los cuestionamientos críticos, ni a la agresividad de los ambientes anticlericales, porque el Señor nos ha enseñado que la mansedumbre puede convertirse en nuestra respuesta más convincente! ¡Ni siquiera tengamos miedo a nuestra propia incapacidad, porque el Señor nos prometió que pondría en nuestros labios las palabras adecuadas a la hora de dar testimonio de nuestra fe ante el mundo!
Obviamente, al hacer esta llamada a vencer los miedos, no pretendo ignorar la necesidad del discernimiento, la prudencia, la preparación previa, las planificaciones, las evaluaciones posteriores, etc. Pero, por encima de todo, el punto de partida de la evangelización ha de ser la confianza en la acción del Espíritu Santo en su Iglesia.
Sí, queridos hermanos, tenemos que llevar la Iglesia a la gente, para lo cual se requiere una conversión personal y pastoral en todos y cada uno de nosotros, que nos permita llegar a ser una verdadera Iglesia en salida, auténtico sueño del Papa Francisco: Acaso haya de traducirse esto en nuestro compromiso de testimoniar la fe a los miembros alejados de nuestra propia familia; acaso se traduzca en nuestro testimonio ante las amistades o en el mismo ámbito laboral; acaso se traduzca en nuestra participación en numerosas iniciativas sociales en las que están presentes el Reino de Dios; acaso se traduzca en nuestra integración en los diversos apostolados organizados por la propia Iglesia o por los carismas en ella existentes; acaso se deba traducir en una mayor presencia en los medios de comunicación, o en las redes sociales, en las que habita una gran parte de la población, especialmente los más jóvenes... De lo que no cabe la menor duda es de que nuestra capacidad de mostrar el rostro de una Iglesia en salida, está supeditada a la viveza de una fe que se traduce en el ejercicio de la caridad; al testimonio de nuestra unidad –¡cómo olvidar la oración de Cristo al Padre: «Que todos sean uno, para que el mundo crea»[2]!–, y a la irradiación de una alegría interior que sea contagiosa. Por algo ha titulado el Santo Padre su exhortación programática «La alegría del Evangelio».
Santa María de Arantzazu es ante todo, Madre de Paz. A Ella le hemos pedido tantísimas veces por la paz de nuestro pueblo vasco. Y aunque hoy se mezclen los motivos para agradecer los pasos dados hacia nuestra pacificación, con la necesidad de seguir caminando hacia ese objetivo, pienso que en las circunstancias en las que estamos, debemos transcender nuestra propia situación, para unirnos al clamor universal por la paz. En este mundo tan globalizado, cada vez somos más conscientes de que la paz solo llegará a ser consistente en la medida en que llegue a ser universal. Este verano nos hemos estremecido ante la violencia en Medio Oriente, entre otros lugares, donde, como de costumbre, los más débiles e inocentes se llevan la peor parte. Decía nuestro Papa emérito, Benedicto XVI, que «no se puede ser feliz, si los demás no lo son»[3] (Mensaje para la XVII Jornada Mundial de la Juventud, [15 marzo 2012], 7: AAS 104 [2012], 359). Podemos aplicar sus palabras: nuestra propia casa no estará en paz, mientras el mundo no lo esté. Por este motivo, entre otros, no somos ajenos ni indiferentes ante la suerte de los lugares en conflicto. Cada vez se hace más patente el hecho de que la comunidad internacional tiene una gran responsabilidad en los conflictos armados… Cada vez se hace más patente que cada uno de nosotros tiene que aportar su granito de arena en la construcción de la paz, sin escudarse en la responsabilidad de los políticos… Y cada vez se hace más patente que tenemos que tomarnos más en serio el compromiso de oración por la paz. Santa María de Arantzazu, Madre de Paz, alcánzanos este don para el mundo entero.
+ José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián
Santuario de Arantzazu, 9 de septiembre de 2014
[1] Cfr. Discurso a los participantes en la Asamblea diocesana de Roma, (17 junio 2013): AAS 105 (2013], 608-614.
[2] Cfr. Jn 17
[3] Mensaje para la XVII Jornada Mundial de la Juventud, (15 marzo 2012), 7: AAS 104 (2012), 359.