A mis sacerdotes
Homilía en la Misa concelebrada con los presbíteros ordenados por Mons. Aguer.
Capilla de Nuestra Señora de los Dolores. Iglesia Catedral.
8 de septiembre de 2014.
He querido llegar a La Plata, hace 16 años, en este día festivo dedicado a la Santísima Virgen, que me conmueve especialmente. La fiesta de la Natividad de María se refiere a un hecho histórico y es la conmemoración de ese acontecimiento. La celebración es originaria de Oriente, y se estableció quizá por influjo del Protoevangelio de Santiago, obra del siglo II que se difundió ampliamente en Occidente. El Liber Pontificalis y los sacramentarios romanos atestiguan que la Natividad es una de las cuatro fiestas principales de María en honor de las cuales el Papa Sergio I organizó una solemne procesión que salía de la iglesia de San Adriano, en el Foro romano, y terminaba en Santa María Mayor, donde se celebraba la misa. Los testimonios de esa época, y aún antes, desde el siglo VI señalan que la fiesta era ya una antigua tradición. En Occidente esta celebración se fue propagando lentamente y de modo desigual según los países; en los siglos XI y XII se encuentra ya totalmente establecida y se refleja en himnos muy bellos que figuran en la actual Liturgia de las Horas. Uno llama a María nitor humani generis, es decir: esplendor del género humano. Otro incluye una estrofa que reza Appare, dulcis filia, / nitesce iam, virgúncula, / florem latura nobilem, / Christum Deum et hominem. Se puede traducir: Aparece, dulce hija; comienza a brillar, pequeña doncella que llevarás una flor noble, Cristo, Dios y hombre.
El nacimiento de María se inscribe en el desarrollo del designio de Dios sobre la salvación de los hombres, que tuvo su principio en la elección de Abraham y de su linaje, el pueblo de Israel. Aquellos inicios fueron primitivos, como se ve en los desórdenes morales del padre de los creyentes y en las frecuentes rebeldías del pueblo de la Alianza, que recibió tantas veces los dicterios de los profetas. María es la Flor de Israel; su pureza original pone término al Antiguo Testamento y es la aurora del Nuevo, de la manifestación definitiva de la gracia. Fundamento y fin de esa plenitud es la maternidad divina de María y su participación en el sacrificio redentor de Jesús.
Valga este largo proemio para dar razón de por qué nos reunimos en este día. Aquellos dieciséis años que mencioné al principio fueron un tiempo de éxitos y fracasos –si es lícito hablar así, en términos mundanos–, tiempo de alegrías y penas, como es propio de la vida humana y también de la vida pastoral. ¿Qué es lo mejor que hice en ese lapso? Ordenarlos a ustedes. No exagero. Es lo mejor que puede hacer un obispo: hacer partícipe a un fiel cristiano del ministerio apostólico del cual él participa en plenitud, para que pueda celebrar el sacrificio del Señor, perdonar los pecados, pastorear a los fieles, procurar la salvación de todos. Quizá deba decir que hay algo mejor: introducir a un presbítero en la misteriosa cadena de la sucesión apostólica. Yo he tenido la gracia de ordenar cuatro obispos. De ellos soy hermano. De ustedes, además de hermano soy padre. Lo soy, en verdad, de todos mis sacerdotes, pero de ustedes de un modo especial. Sí, ustedes son mis hijos; los quiero como a tales y puedo permitirme por eso darles algunos consejos. Lo hago, además, pensando que ustedes serán en cantidad –y espero también en calidad– parte importante del clero de la arquidiócesis. Pero no se envanezcan.
Vivan con alegría, pureza de corazón y humildad su sacerdocio. Destaco especialmente la humildad, que es tal vez lo más difícil de alcanzar y conservar. Podríamos considerarla como el subsuelo del que brotan todas las virtudes humanas y cristianas. Es el yugo que Jesús nos invita a cargar cuando nos dice: aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón (Mt. 11, 29). Él, siendo Dios, se vació de sí mismo, se humilló hasta la obediencia de la cruz (cf. Fil. 2, 5 ss.). El Apóstol nos exhorta a tener los mismos sentimientos. No se trata sólo de intentar la práctica de la humildad; hay que pedirla como una gracia. En las letanías que rezaba diariamente el Cardenal Rafael Merry del Val se apela a Jesús para que nos libre del deseo de ser estimados, amados, exaltados, colmados de honores, alabados, preferidos a los otros, consultados, aprobados. Se le ruega asimismo que nos preserve del temor de ser humillados, despreciados, rechazados, calumniados, olvidados, puestos en ridículo, injuriados; del miedo a ser objetos de sospecha. Como si esto fuera poco, se pide como una gracia desear que los demás sean más amados y estimados que nosotros; que ellos puedan crecer en la opinión del mundo y nosotros disminuir; desear que los otros puedan ser elegidos y nosotros dejados de lado, que ellos sean alabados y a nosotros no se nos tenga en cuenta, que nos sean preferidos en todo. Y por último, desear que puedan llegar a ser más santos que nosotros, con tal que nosotros nos santifiquemos cuanto podamos. Desde una perspectiva de mundanidad espiritual parece terrible todo esto. Pero en sí mismo es Evangelio puro, y posible de realizarse cuando la gracia del Evangelio haya conquistado nuestro corazón.
Quizá me he detenido demasiado en este punto, pero creo que les puede ayudar a comprender que el sacerdocio no es para ustedes, en una especie de inmanentismo autorreferencial, como dice Francisco, sino para el pueblo de Dios, y para todo el mundo, porque para todos ellos ustedes son presencia de Cristo, otros Cristos.
Sigo: no aspiren a cargos y honores; no sean trepadores, como se dice en español castizo –y todos entendemos de qué se trata. Otro alerta: no se aficionen a la guita –otra palabra que parece un lunfardismo pero que figura en el Diccionario de la Academia. Es una tentación que puede y suele acechar a los clérigos. Si no recuerdo mal, San Ignacio dice en los Ejercicios que es la peor, la más peligrosa que nos amenaza. Lo mismo digo de la murmuración y la chismografía, vicio que solía atribuirse a las mujeres, en especial a las viejas, pero que son unas plagas funestas que enferman espiritualmente a los curas, ¡y a cuántos!
Podría alargar mi discurso con más advertencias fraternas y paternales. Relean las dos Cartas de San Pablo a Timoteo, y la Carta a Tito. Son un reflejo, modélico, de los primeros años de la Iglesia, y un compendio de los consejos espirituales que el Apóstol daba a su hijo en la fe y en el ministerio.
En el curso de la vida sacerdotal pueden ir apareciendo fallas ancestrales que llevábamos en nuestros genes y que tal vez recién ahora comienzan a ser notorias. Se manifiestan en pequeñas manías, caprichos y desequilibrios del deseo que molestan a los demás e interfieren negativamente en la acción pastoral. El Papa Francisco habla en Evangelii gaudium (nn. 81 y 85) de los sacerdotes que cuidan con obsesión su tiempo personal, y de la cara de vinagre. Existen remedios específicos para sanar esos defectos, y a veces es necesario recurrir a tales remedios. Pero tales imperfecciones tienen un costado moral, y por tanto no pueden faltar las medicinas del orden espiritual, que se aplican a la raíz: se trata de la caridad, del gusto de Dios, de un conocimiento y amor mayores de Jesús, acompañados de la pasión ardiente de hacerlo conocer y amar. El remedio radical es la búsqueda sincera de la santidad y el combate que nos es preciso entablar para acercarnos a ella.
Y ahora, finem coniungens initio, vuelvo, para terminar, al comienzo de esta charla unilateral. Me refiero nuevamente al nacimiento de María. Ella es distinta de todos: libre desde su concepción de esa carga nativa de la que nos libra el bautismo, Virgen siempre y a la vez esposa de José y Madre, nada menos que Madre de Dios. Pero fue una niña. Dicen los apócrifos que fue hija de Joaquín y Ana. Fue un embrión, un feto, y finalmente niña, como el mismísimo Jesús, como todos los humanos. En esta grandiosa pequeñez ella es también nuestro modelo: si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos, dice el Señor (Mt. 18, 3). Y San Pedro: como niños recién nacidos, deseen la leche espiritual no adulterada, que los hará crecer para la salvación, ya que han gustado qué bueno es el Señor (1 Pe. 1, 2-3). Esa leche, que en el griego original es calificado de logikón, es la Palabra de Dios. Notemos el parentesco de logikón con Lógos. Si no acogemos la Palabra de Dios con la sencillez y espontaneidad de un niño, que le cree todo a su padre, no podemos llamar con plena verdad, Padre a Dios.
Que la Virgen Niña nos ayude y nos lo enseñe. Amén.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata