En la filosofía contemporánea se ha impuesto la noción de valor, en contradicción o muchas veces en reemplazo de la idea clásica de bien. Suele hablarse de los valores, no sólo en el nivel académico sino también en el lenguaje cotidiano. Se trata de una especie de categoría muy amplia y en ocasiones imprecisa, que incluye diversos bienes. Para clarificar esta noción, Joseph de Finance, en su análisis del obrar humano, proponía identificar el valor con la bondad y reservar el nombre de bien para designar los bienes concretos. De cualquier manera, así como el bien dice referencia a la voluntad humana, o mejor dicho la voluntad por su naturaleza se dirige al bien, el valor señala una relación mucho más subjetiva a las diversas tendencias del hombre, para perfeccionarlas. El mencionado enfoque de la filosofía del siglo XX, por ejemplo el que se encuentra en la obra de Hartmann y Scheler, parece desplazar el concepto de virtud. En realidad la concepción clásica de las virtudes es perfectamente armonizable con la teoría del valor. Sin embargo, hablar de virtudes suena, hoy día, como algo desactualizado. Me arriesgo, no obstante, a emplear ese nombre, supuesto que en la actualidad implique una osadía seguir a Aristóteles y a Santo Tomás, un desafío lanzado a la mayoría de los filosofantes.
Según el concepto clásico de virtud, ésta encamina habitualmente el obrar humano hacia el bien; dicho de otro modo, para asumir el propósito de armonización ya señalado, el ejercicio de la virtud impulsa a realizar el valor. La virtud es una perfección de la persona que dinámicamente la habilita para llegar a ser una personalidad acabada. Para decirlo en términos técnicos: la virtud manifiesta la perfección de una potencia, a la cual complementa en el orden de la acción. Es, confirma Santo Tomás, ultimum in re de potentia. De suyo es una forma permanente, que descansa en el sujeto; es un hábito que permite que alguien obre cuando quiere, lo pone en ejercicio libremente. Además, la virtud permite un obrar coherente y no inestable, veleidoso; está siempre disponible para ponerse en acto y se ejerce con naturalidad, con gusto (De Virt. in communi, q. un, a. 1). Pero el concepto de virtud no puede limitarse al orden individual y privado. Existen cualidades que no sólo perfeccionan al sujeto para ser hombre de bien. Aclaro, por las dudas, para evitar la reacción de quienes profesan la perspectiva de género, que se entiende: a todo el género humano, incluyendo a la mujer, también lo habilitan para incorporarse como ciudadano a la realización del bien común de la sociedad en que vive. Vale para éstas lo dicho de la virtud en general. Aristóteles distinguía claramente las virtudes propias de un hombre de bien, de las virtudes cívicas o políticas. El Doctor Angélico lo sigue en su Comentario: no se identifican, sin más, la virtud del ciudadano servicial y la del hombre bueno (In III, Polit., l. 3). Los nombres cívico y político son intercambiables y se remiten a la polis –que en latín se dice civitas- y que podemos traducir por ciudad o sociedad y que en la antigüedad designaba a veces al Estado. Sigamos con las lenguas clásicas y las etimologías: polítes es el ciudadano; en Roma el civis. Los ciudadanos, cualquiera sea su oficio y función, están empeñados en una obra común: el buen estado de la comunidad, del orden político (Ib.)
Santo Tomás pondera repetidamente la condición civil, y la disciplina que estudia su significado y su alcance. Ante todo, propone quién puede llamarse, con razón, ciudadano. En la Summa (I-II q. 105 a. 3 ad 2) sigue su comentario al libro tercero de la Política de Aristóteles: simpliciter es un ciudadano aquel que puede realizar lo que corresponde a un tal, por ejemplo aconsejar y formular juicios en el pueblo, es decir, participar propiamente de la vida política. Secundum quid puede llamarse ciudadano todo aquel que habita en una ciudad, aun la gente vil, los niños y los ancianos. No debe interpretarse como discriminatoria esta distinción, que coincide parcialmente con un régimen electoral moderno. Resulta interesante luego señalar los diversos argumentos con que elogia la superioridad de la ciencia o del arte que tiene por objeto el orden civil, y a la vez la reiteración de un ejemplo que podría cobrar plena actualidad. En su comentario al Segundo Libro de las Sentencias (d. 3 q. 3 art. 2) explica que en todas las ciencias, sean especulativas o prácticas, corresponde que la superior, que establece el orden de las otras, se apoye en rationes más universales, porque sus principios son pocos pero de máximo poder, mientras que los más simples se extienden a muchos. Así bajo la disciplina que se refiere a la milicia se extiende a otras, como la caballería, etc. Aquí aparece el ejemplo aludido: la ciencia militar está bajo la ciencia civil, ya que ésta se refiere al bien humano absolutamente considerado, mientras que la militar considera dicho bien en cuanto determinado a las cosas de la guerra. Del mismo modo que en las ciencias especulativas la metafísica preside con su dirección a todas las otras, ya que considera absolutamente la noción de ser.
En la Summa contra Gentiles argumenta a partir de los respectivos fines de las causas agentes: corresponde que los fines de las causas secundarias se ordenen al fin de la causa primera, como el fin de la acción militar tiene por fin el orden civil (CG cap. 42 Item). Lo mismo ocurre en el ámbito del conocimiento: el arte que se refiere a la civilidad considera el último fin de la vida humana, el militar mira a la victoria, que está bajo el fin del anterior (2 Sent. d. 24 q. 3 art. 1 ad. 5 m). Repite el argumento y el ejemplo en otro pasaje de Contra Gentiles: la aplicación al orden civil es el fin del arte de la guerra, como a éste se ordenan las diversas partes del ejército (III CG cap. 64 init.). Volvamos a la Suma Teológica citando dos pasajes: Así como la parte se expone naturalmente para la conservación del todo, la razón, que imita a la naturaleza hace que en las virtudes políticas sea propio del ciudadano virtuoso exponerse al peligro de muerte por la conservación de toda la república; y si el hombre fuese una parte natural de la sociedad, esta inclinación le sería natural (I q. 60 a. 5). El Angélico reitera esta afirmación en otros pasajes de sus obras (II – II q. 26 a – 3 c; ib. q. 31 a. 3 ad. 2). Acotemos que semejante heroísmo no es demasiado frecuente en el ámbito civil, y que suele encontrarse revistiendo la forma del delirio en los grupos terroristas. El hombre virtuoso es, en el caso anterior, el que practica las virtudes políticas. Así las llama Santo Tomás en otro pasaje de la Suma: El hombre, según su naturaleza es un animal político (un ser social, podríamos traducir); por tanto, las virtudes que rectifican la conducción de las cosas humanas se llaman políticas en cuanto existen según la condición de la naturaleza humana. Son las cuatro virtudes cardinales: todas conducen al bien común, no sólo al bien común en general sino a sus partes, por ejemplo a la familia o a cualquier persona singular (cf. I-II q. 61 a 5 et ad 4 m).
En el libro tercero de su Política, el Estagirita analiza el sentido de la vida cívica. En esa obra presenta un planteo que en la actualidad, y especialmente en la Argentina, puede resultar sorprendente. En una república, aun en la perfecta, en la sociedad modélica, no es posible que todos los ciudadanos posean las virtudes –hoy diríamos los valores- que hacen de alguien una persona de bien. Pero lo que no debe faltar a nadie es la virtud cívica, la propia del ciudadano, cualquiera sea su posición en la sociedad. Los miembros de la ciudad –continúa el argumento- se parecen a los marineros de una nave, en la que todos tienen habilidades y funciones diferentes, pero todos concurren a procurar un bien común: que el barco no se hunda y llegue a puerto. Lo mismo pasa con los países. La teoría aquí presentada distingue la virtud considerada en absoluto, la que hace bueno al hombre, de la específicamente propia del buen ciudadano. El realismo aristotélico parece descarnado, pero podría ser ratificado tanto por la experiencia como por los análisis sociológicos. Santo Tomás coincide, en su comentario al pasaje correspondiente del texto aristotélico: No se identifican la virtud del buen ciudadano y la del hombre bueno, porque es imposible que todos los ciudadanos sean personalmente virtuosos aunque la vida política sea buena; pero sí corresponde que cada uno obre bien en lo que se refiere a su acción comunitaria y esto es propio de la virtud del ciudadano es cuanto ciudadano (cf. In III Polit. l-3).
¿Se puede aplicar el enfoque aristotélico a la política actual, por lo menos a la que rige con preponderancia en el mundo globalizado? Es posible que un pueblo esté constituido en su mayoría por buena gente, de valores encomiables, pero que no son buenos ciudadanos: omiten la colaboración que les corresponde en la marcha y la suerte del país, votan irreflexivamente arrastrados por la propaganda partidaria, se aferran a la ilusoria esperanza propia de clientes del Estado. La situación inversa, en cambio –mala gente y buenos ciudadanos- no parece verosímil, porque la calidad del ciudadano –incluyendo a los gobernantes- está constituida primeramente por la prudencia, que preside todo el orden moral: las tres restantes virtudes fundamentales (justicia, fortaleza y templanza) con la cohorte de virtudes complementarias que se articulan con ellas y hacen buena a la persona. La sensatez, el buen juicio no son compatibles con una conducta moral deficiente en los restantes órdenes de valor. Santo Tomás lo expone claramente en la misma lección de su Comentario y refiriéndose no sólo al ciudadano común sino sobre todo al político, al gobernante: deben ser prudentes, y por consiguiente buenas personas, gente virtuosa.
Pero ¿qué ocurre si una sociedad sufre, en la mayoría de sus miembros, la carencia de las virtudes morales y de las cívicas? Aristóteles no contempla esta eventualidad. Si tal circunstancia conjetural se cumple, el país se hunde en la decadencia, de la que no es fácil resurgir: la salida exige una especie de cambio análogo a lo que en lenguaje cristiano se llama conversión. Insisto en que en la hipótesis se trata de una mayoría, no de la totalidad de la población; esto –una corrupción total- no parece imaginable. Corruptos nunca faltan, y pueden ser muchos. El Papa Francisco ha llamado a la corrupción cáncer social y considera que está profundamente arraigada en muchos países, en sus gobiernos, empresarios e instituciones, cualquiera sea la ideología política de los gobernantes (Evangelii gaudium, 60).
En el caso de los gobernantes, la distinción anteriormente citada se aplicaría así: podrían ser malas personas y buenos gobernantes si poseyeran las habilidades necesarias para cumplir las funciones que les han sido confiadas. Esta distinción parece extraña y peligrosa. El desempeño político de los cargos no podría ser escrupuloso, recto, honrado, ejecutado con esmero, por gente viciosa. ¿Conocemos quizá algún caso representativo, alguna excepción? La excepción sería alguien que lleva una vida privada éticamente reprochable pero goza de las habilidades necesarias a un dirigente para lograr ciertos resultados dignos de ponderación. Lo infausto, una verdadera tragedia, acontece cuando los gobernantes carecen de virtudes humanas, es decir, son pícaros, cínicos, ladrones, manipuladores del pueblo, y tampoco poseen condiciones políticas específicas: son improvisados, o ideólogos empedernidos, no tienen capacidad de conducción y ni siquiera saben elegir correctamente a sus colaboradores. Si como apunté anteriormente la prudencia es atributo necesario de un ciudadano cabal, con mayor razón es la virtud por excelencia del gobernante; del bueno, claro está, que se caracteriza por la sabiduría práctica, sentido de la equidad, coraje y sobriedad. La población, en su ejercicio de las obligaciones cívicas, no tiene por qué contagiarse de los defectos ostentosos de la clase política. Las virtudes –los valores, sin olvidar la dimensión religiosa- son la base del auténtico civismo, del celo por las instituciones de la república y por los intereses de la patria.
Concluyo. La filosofía social, desde la que reluce en la Política aristotélica hasta la que se encuentra implícitamente en la Doctrina Social de la Iglesia, no ofrece soluciones inmediatas a los complejos problemas que afrontan los países en un mundo globalizado. Pero despeja el campo para que las mejores soluciones sean buscadas y en lo posible halladas, con honestidad intelectual y corrección ética. Su estudio, la reflexión sobre aquellos principios, implica una apelación a la libertad y a la responsabilidad. Como expresa el viejo dicho: a quien le quepa el sayo, que se lo ponga. Diversamente y al menos un poco, nos cabe a todos. En eso, en asumir la parte que le corresponde en el destino de la polis, consiste concretamente la condición de ciudadano.
+ Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata.
Miembro correspondiente de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas