Primera parte del estudio ver aquí.
C. Análisis de propuestas para la administración de la Sagrada Comunión a los divorciados y vueltos a casar
C-1. ¿Habrá que desesperar de la castidad?
En el corazón mismo de las presentes propuestas está la duda acerca de la práctica de la castidad. De hecho, eximir a los divorciados de la obligación de practicar la castidad es su principal novedad, dado que la Iglesia ya permite a los divorciados y vueltos a casar, quienes, por un motivo serio (como la crianza de niños), continúan viviendo juntos, a recibir la comunión si acceden a vivir como hermanos, y si no hay peligro de escándalo. Tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI lo enseñaron.
Sin embargo, las propuestas actuales asumen que dicha castidad es imposible para los divorciados. ¿Acaso no manifiesta esta postura una desesperación encubierta respecto de la castidad y del poder de la gracia para vencer el pecado y el vicio? Cristo llama a todas las personas a la castidad según su estado en la vida, ya sean solteras, célibes, casadas o separadas. Promete la gracia para vivir en castidad. En los Evangelios, Jesús repite este llamado y esta promesa, junto a una vigorosa advertencia: aquello que causa el pecado debe ser «arrancado» y «arrojado lejos», porque «es mejor que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno» (Mt 5, 27-32). De hecho, en el Sermón de la Montaña, la castidad es el alma y el corazón de la enseñanza de Jesús acerca del matrimonio, el divorcio y el amor conyugal.
Esta castidad es el fruto de la gracia, no una penitencia ni una privación. En este sentido, no se refiere a la represión de la propia sexualidad, sino a su recto orden. La castidad es la virtud por la cual se someten los deseos sexuales a la razón, para que la propia sexualidad sirva, no a la lujuria, sino a su verdadero fin. De ella resulta el que la persona casta gobierne sus pasiones en lugar de estar esclavizada por ellas, y de esta manera se vuelve capaz de un don permanente y total de sí misma. En síntesis, es indispensable para seguir el camino de Cristo, que es la única senda verdadera de gozo, libertad y felicidad.
La cultura actual asegura que la castidad es imposible e incluso dañina. Este dogma secular es diametralmente opuesto a las enseñanzas del Señor. Si lo aceptamos, es difícil entender por qué debería ser aplicado solamente a los divorciados. ¿Acaso no es igual de ilusorio pedirle a las personas solteras que se mantengan castas hasta el matrimonio? ¿No debería dejárseles también a ellos el discernir si han de ser admitidos o no a la Sagrada Comunión? Los ejemplos se multiplican.
Algunas parejas vueltas a casar civilmente sí tratan de vivir en castidad como hermanos. Tal vez les sea difícil, y por momentos caigan, pero, movidos por la gracia, se vuelven a levantar, se confiesan y vuelven a comenzar. Si la propuesta actual fuera aceptada, ¿cuántos de ellos renunciarían al esfuerzo de seguir siendo castos?
Por supuesto, muchos divorciados y vueltos a casar no viven en castidad. Lo que los distingue de aquellos que intentan vivir en la castidad es que no reconocen aún que la ausencia de castidad es un grave error, o al menos no tienen aún la intención de vivir en castidad. Si se les permite recibir la Eucaristía, incluso habiéndose confesado antes, mientras que continúan teniendo la intención de vivir al margen de la castidad (una contradicción radical), existe un peligro real de que sean confirmados en su vicio actual. Es improbable que lleguen a comprender mejor lo que significa la naturaleza objetivamente pecaminosa y la gravedad de sus actos no castos. Cabe preguntarse si mejorarán su carácter moral, o más bien si este se verá afectado o incluso deformado.
Cristo enseña que la castidad es posible, incluso en situaciones difíciles, porque la gracia de Dios es más fuerte que el pecado. La pastoral de los divorciados debe construirse sobre esta promesa. A menos que escuchen que la Iglesia proclama las palabras esperanzadoras de Cristo de que realmente pueden vivir la castidad, jamás lo intentarán.
C.2. El precedente de los primeros Concilios y de los Padres de la Iglesia
El testimonio prácticamente universal en la Iglesia primitiva afirma la unicidad y la indisolubilidad del matrimonio como enseñanza del mismo Cristo, y como aquello que distingue a los cristianos de las prácticas judías y paganas. Divorciarse y volverse a casar era impensado; de hecho, incluso casarse después de la muerte del cónyuge era un motivo de preocupación. San Pablo permite este segundo matrimonio «solo en el Señor», pero anima a la viuda a «seguir como está» (1 Cor 7, 39-40). Los grandes autores patrísticos, siguiendo a Mt 19, 11-12 y las exhortaciones de San Pablo, generalmente ponen énfasis en la bondad de la virginidad y la viudez casta de la mujer por encima del bien del matrimonio.
En los últimos tiempos, se ha asegurado que el Primer Concilio de Nicea (325) abordó la admisión de los divorciados y los vueltos a casar a la Comunión. Esta aserción implica un grave error de lectura de dicho Concilio, así como una falta de comprensión de las controversias de los siglos II y III acerca del matrimonio. Varias sectas rigoristas y heréticas del siglo II prohibían el matrimonio en general, contraviniendo las enseñanzas de Cristo (y de San Pablo). Otros, en los siglos II y III, especialmente los novacianos, prohibían un «segundo matrimonio» después de la muerte de un esposo. El canon 8 de Nicea I apunta precisamente al error de los novacianos sobre un «segundo matrimonio», que se entiende sucede habitualmente después de la muerte de un esposo 15.
Esto se confirma en la interpretación bizantina de un canon del siglo IV sobre «segundos matrimonios» y la recepción de la Comunión. El canon se aplicaba específicamente a viudas y esposos jóvenes que, inducidos por «el surgimiento del espíritu carnal», se casaban después de la muerte de un esposo. Se los critica por este «segundo matrimonio», pero se les permite, de todos modos, recibir la comunión si han completado un período de oración y penitencia 16.
Existen algunos textos ambiguos del siglo IV que abordan el divorcio y una segunda relación adúltera. Se refieren a admitir a la comunión a quien ha entablado dicha relación adúltera solo después de un largo período de penitencia (p. ej., siete años). Pero resulta difícil creer que permitirían que esta segunda relación –que condenaban expresamente como adúltera– continuara. Una interpretación más natural es que arrepentirse del adulterio era una parte indispensable de la penitencia para poder comulgar 17.
En síntesis, en los primeros Concilios los Padres de la Iglesia dan un testimonio vigoroso contra la admisión de los divorciados y vueltos a casar a la Sagrada Comunión.
C-3. La práctica de las iglesias ortodoxas
En la Iglesia primitiva, se debatía si era posible volver a casarse tras la muerte del cónyuge, pero el divorcio y un segundo matrimonio estaban prohibidos (ver sección C-2 arriba). Algunos Padres griegos (p. ej., san Gregorio Nacianceno) predicaban contra leyes imperiales laxas que permitían volver a casarse. Gregorio llamaba a las uniones subsecuentes «indulgencia», luego «transgresión» y, finalmente, «inmundicia»18. Estos no eran permisos para divorciarse y volverse a casar, sino intentos de limitar uniones subsecuentes, incluso tras la muerte de un esposo.
Con el tiempo, y bajo presión de los emperadores bizantinos que ejercían una autoridad agresiva sobre la Iglesia oriental, los cristianos orientales terminaron identificando los «segundos matrimonios» después de la muerte de un esposo con el divorcio y un nuevo matrimonio, y releyendo los textos patrísticos bajo esta luz. En el s. X, el emperador bizantino León VI forzó efectivamente a los ortodoxos a que aceptaran divorciarse y volverse a casar19. Su forma de proceder en la actualidad les permite, por la práctica de la «economía», segundos y terceros matrimonios después de un divorcio, aunque con ritos matrimoniales por fuera de la Eucaristía. Dado que estas uniones no son consideradas adúlteras, los divorciados y vueltos a casar son admitidos a la comunión.
Esta práctica diverge de la más clara tradición de la Iglesia primitiva, que era compartida tanto por Oriente como por Occidente. Tal como declaró la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1994, «Aunque es sabido que análogas soluciones pastorales fueron propuestas por algunos Padres de la Iglesia y entraron en cierta medida incluso en la práctica, sin embargo nunca obtuvieron el consentimiento de los Padres ni constituyeron en modo alguno la doctrina común de la Iglesia, como tampoco determinaron su disciplina» 20. Dicha determinación refleja exactamente el registro histórico.
Además, la Iglesia Católica ha manifestado en repetidas ocasiones que no puede admitir las prácticas de las iglesias ortodoxas. El Segundo Concilio de Lyon (1274) tiene en cuenta específicamente a las prácticas de las iglesias ortodoxas cuando declara que «ni a un varón se le permite tener a la vez muchas mujeres ni a una mujer muchos varones. Mas, disuelto el legítimo matrimonio por muerte de uno de los cónyuges, dice ser lícitas las segundas y sucesivamente terceras nupcias» 21.
Lo que es más, las propuestas actuales promueven algo que ni los ortodoxos aceptaban: la comunión para aquellos que se encuentran en uniones civiles (adúlteras) sin bendición. Los ortodoxos admiten a las personas divorciadas y vueltas a casar a la comunión solo si su unión posterior ha sido bendecida en un rito ortodoxo. Dicho de otro modo, admitir a las personas divorciadas y vueltas a casar a la comunión llevaría inevitablemente a que la Iglesia católica terminara reconociendo y bendiciendo los segundos matrimonios de los fieles divorciados, lo cual resulta claramente contrario al dogma católico establecido y a las enseñanzas explícitas de Cristo.
C-4. Estas cuestiones se decidieron durante las controversias de la Reforma
La Reforma cuestionó de modo directo las enseñanzas de la Iglesia respecto del matrimonio y la sexualidad humana con argumentos bastante similares a los que se emplean hoy. Se decía que el celibato del clero era demasiado difícil, y que excedía lo que la naturaleza humana caída podía soportar, incluso bajo el influjo de la gracia 22. Se negaba la naturaleza sacramental del matrimonio cristiano, como también su indisolubilidad 23. El divorcio civil se introdujo en Alemania con el argumento de que no se podía pretender que el Estado privilegiara, promoviera y defendiera el matrimonio para toda la vida 24. De hecho, la Reforma redefinió radicalmente el matrimonio.
El Concilio de Trento respondió a esta crisis de cuatro maneras. En primer lugar, el Concilio definió dogmáticamente las enseñanzas tradicionales sobre la sacramentalidad y la indisolubilidad del matrimonio cristiano, identificando explícitamente un nuevo matrimonio con el adulterio 25. En segundo lugar, el Concilio declaró obligatoria una forma de matrimonio que fuera eclesial y pública, corrigiendo el abuso de los matrimonios privados o clandestinos. (En dichos casos, uno de los cónyuges a veces abandonaba el matrimonio, basándose solo en su decisión privada y subjetiva, y luego volvía a contraer matrimonio públicamente. El Concilio prohibió esta forma de proceder subjetiva y privada 26). En tercer lugar, Trento definió como dogma la jurisdicción de la Iglesia sobre los matrimonios, requiriendo que para preservar la integridad sean juzgados según estándares objetivos en cortes eclesiásticas 27. En cuarto lugar, el Concilio enseñó expresamente que los adúlteros pierden la gracia de la justificación: los «adúlteros» y «todos los demás que cometen pecados mortales», «aunque [su fe no se haya perdido], pierden la ‘gracia recibida de la justificación’ y son excluidos del Reino de Dios», salvo que se arrepientan, renuncien a su pecado y lo repudien, y realicen una confesión sacramental 28. (En otro lugar, Trento decretó que no podían recibir la Sagrada Comunión hasta que lo hicieran 29).
No es posible en absoluto admitir a la Sagrada Comunión a quienes persisten en el adulterio y a la vez afirmar estas doctrinas conciliares. Se cambiarían las definiciones de Trento sobre el adulterio, sobre la justificación (que implica la caridad así como la fe), o sobre el sentido y el significado de la Eucaristía. Tampoco puede la Iglesia tratar el matrimonio como un asunto privado, ni como uno que deba ser juzgado por el Estado, ni como algo que deba decidirse por juicios individuales de la conciencia. Después de largos debates, estos temas fueron claramente resueltos por un Concilio ecuménico de la manera más solemne. Aquellas declaraciones han sido reiteradas en repetidas ocasiones por el Magisterio contemporáneo, incluido el Concilio Vaticano Segundo y el Catecismo de la Iglesia Católica 30.
C-5. El precedente de la comunión anglicana moderna: ¿terreno resbaladizo?
A lo largo del siglo pasado, la comunión anglicana siguió mayormente una práctica de acomodamiento pastoral a los cambios que sucedieron en los hábitos sociales y sexuales de Europa y Norteamérica. Liberalizó el divorcio, permitió la contracepción, accedió a darle la comunión a quienes tomaban parte en actividades homosexuales, e incluso (en algunos lugares) a admitirlos al ministerio de la ordenación, y comenzó a bendecir uniones de personas del mismo sexo. Algunos de estos cambios se justificaban inicialmente bajo el pretexto de que se aplicarían solo a casos excepcionales, pero estas prácticas se encuentran ahora generalizadas.
Ello ha provocado amargas divisiones e incluso separaciones públicas, si no directamente un cisma, en la comunión anglicana. Durante el mismo período, el número de miembros activos en Inglaterra y Norteamérica ha caído dramáticamente. Si bien la causa de esta caída es debatible, nadie puede sostener con certeza que este acomodamiento haya sido útil para que la Iglesia anglicana (u otras denominaciones protestantes) lograra retener a sus miembros.
El Magisterio Católico no tomó el mismo camino. Ya en 1930, el papa Pío XI previó la grave amenaza que suponía la contracepción, el divorcio y el aborto 31, una visión reafirmada por Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI y el Vaticano II 32. Juan Pablo II reiteró las enseñanzas de la Iglesia acerca del divorcio, la contracepción, la homosexualidad y el aborto 33, subrayó el fin reproductivo del matrimonio, y proporcionó una base teológica para la enseñanza de la Iglesia en su catequesis sobre la teología del cuerpo. El Catecismo de la Iglesia Católica repite estas enseñanzas perennes, abordando la sexualidad humana a la luz de la virtud de la castidad 34. Y en 2003, la Congregación para la Doctrina de la Fe declaró que el reconocimiento legal de las uniones homosexuales no puede ser aprobado de ninguna manera; se trata de una materia que atañe a la ley moral, a la que se accede mediante la razón por el camino de la ley natural 35.
De esta manera, la Iglesia ha dado un testimonio coherente en el mundo contemporáneo de toda la verdad sobre la sexualidad humana y la complementariedad de los sexos. La bondad de la sexualidad humana está intrínsecamente relacionada con su potencial para generar nueva vida, y el lugar que le corresponde está en una vida compartida de fidelidad mutua y amorosa entre un hombre y una mujer. Estas son verdades salvadoras que el mundo necesita oír; la Iglesia católica es, cada vez más, una voz solitaria que las proclama.
Aunque las propuestas actuales atañen solo a los divorciados y vueltos a casar, si se las adopta –incluso como una «mera» práctica pastoral–, la Iglesia debe aceptar en principio que la actividad sexual por fuera de un matrimonio permanente y fiel es compatible con la comunión con Cristo y con la vida cristiana. Pero si las acepta, es difícil ver de qué manera la Iglesia podría resistirse a darle la Sagrada Comunión a las parejas no casadas que cohabitan, o a las personas en uniones homosexuales, y demás. Ciertamente, la lógica de esta posición sugiere que la Iglesia debería bendecir dichas relaciones (como se encuentra haciéndolo la iglesia anglicana), e incluso aceptar toda la gama de «libertades» sexuales contemporáneas. La comunión para las personas divorciadas y vueltas a casar es solo el comienzo.
C-6. ¿Comunión espiritual o sacramental para los divorciados y vueltos a casar?
Se suele decir que los católicos divorciados y vueltos a casar que tienen un primer matrimonio válido podrían recibir la Sagrada Comunión, según el siguiente razonamiento: (1) el papa Benedicto XVI sugirió que tales personas debían hacer una comunión espiritual; (2) pero una persona que hace una comunión espiritual también es digna de recibir la Sagrada Comunión de modo sacramental; (3) por ende, las personas divorciadas y vueltas a casar deberían ser admitidas a la Sagrada Comunión.
El problema aquí es el uso ambiguo que se le da a la expresión «comunión espiritual». Dependiendo del contexto, se puede referir (a) al fruto o efecto último de recibir el sacramento de la Eucaristía, es decir, la comunión espiritual perfecta con Cristo en fe y caridad; (b) a la misma comunión espiritual con Cristo, pero sin la comunión sacramental (p. ej., un comulgante que se pierde la Misa entre semana y así renueva, por un acto de fe viva, la comunión perfecta con Cristo previamente recibido sacramentalmente); o (c) al deseo de comulgar de una persona consciente de pecado grave o de vivir en una situación que objetivamente contradice la ley moral, que no tiene aún una perfecta comunión con Cristo en fe y caridad 36.
Este tercer sentido es muy diferente de los otros dos, porque la persona desea la Eucaristía, sin renunciar aún a un grave obstáculo para la perfecta comunión con Cristo. (En los primeros dos casos, la «comunión espiritual» se refiere a la realización de esta comunión perfecta). Es muy bueno que una persona en esta situación aliente este deseo, dado que es a través de este, y con la ayuda de la gracia, que podrá finalmente convertirse del pecado y ser restaurado a la plenitud de la comunión eclesial y al estado de gracia (la fe vivificada a través de la caridad, y de esta manera una comunión plena con Cristo). Pero –y aquí está la clave– este deseo vale precisamente en la medida en que lo ayuda a renunciar al obstáculo.
Si se lo admitiera a la Eucaristía sin que renunciara al obstáculo, la situación se volvería peor. Haría una comunión sacramental mientras se encuentra inhabilitado para recibir a Cristo en fe y caridad, a causa del apego que aún mantiene al pecado grave o a una situación de vida objetivamente desordenada. Tal vez se haya engañado creyendo que su situación no es problemática. Claramente, el papa Benedicto animó a los divorciados y vueltos a casar a desear la Eucaristía para que se alinearan con las enseñanzas de Cristo sobre el matrimonio, no para que se dispensaran a sí mismos de seguirlas.
Además, recibir la Eucaristía, el sacramento de la caridad que contiene al mismo Cristo, mientras se está en pecado grave es en sí mismo un pecado grave (1 Cor 11, 27-31). Los divorciados y vueltos a casar que siguen estando vinculados a un primer matrimonio válido se encuentran viviendo en objetiva contradicción con el mandamiento de Cristo; los actos conyugales de una relación de este tipo se constituyen en adúlteros, en pecado grave. Estas personas no pueden recibir la comunión.
Pero sí pueden ser animadas a desear la unión con Cristo y a rezar para obtener la gracia de conformar sus vidas a El. Asistir a Misa los ayudará en el camino que los aleje del pecado y los acerque a una nueva vida en Dios y en la Iglesia. Una comunión sacramental prematura solo será un obstáculo para poder llegar a una comunión espiritual perfecta y verdadera con Cristo.
C-7. El perdón es imposible sin arrepentimiento y firme propósito de enmienda
Se ha sugerido que una persona divorciada y vuelta a casar por lo civil, si bien permanece vinculada a un primer matrimonio válido, no obstante podría ser admitida al sacramento de la penitencia (y luego a la comunión), si él o ella «se encuentran verdaderamente arrepentidos de haber fracasado en el primer matrimonio», si no se puede volver a ese matrimonio y si no se puede abandonar «sin gran daño» las responsabilidades del segundo matrimonio, y «si él o ella hacen lo mejor que pueden para vivir las posibilidades del segundo matrimonio sobre la base de la fe y criar a los hijos en la fe» 37. Ninguna mención se hace a vivir como hermanos; aunque se usen las palabras «arrepentimiento» y «conversión», pareciera que está implícito que la vida conyugal continuaría en la segunda relación.
Según las palabras de Cristo, «cualquiera que repudiare a su mujer y se casare con otra, comete adulterio contra ella» (Mc 10, 11). Si un primer matrimonio es válido, entonces alguien que realiza el acto conyugal con otra persona (incluso tras volver a casarse por civil, e incluso asumiendo las circunstancias atenuantes mencionadas) comete adulterio. Objetivamente, se trata de materia grave y lleva a pecado mortal 38.
Afirmar que dicha persona podría recibir el perdón en el sacramento de la penitencia sin arrepentirse ni confesar este pecado es sencillamente incompatible con la doctrina católica definitiva. En efecto, la Iglesia ha declarado que esto es un dogma católico y asunto de ley divina. Como dice el Canon 7 del Concilio de Trento acerca del sacramento de la Penitencia:
Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la penitencia no es necesario de derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales de que con debida y diligente premeditación se tenga memoria…: sea anatema 39.
Las Escrituras enseñan que el arrepentimiento es necesario para el perdón de los pecados y la comunión con Cristo: «Si decimos que tenemos comunión con Él, pero andamos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad» (1 Jn 1, 6). Como escribió el papa Juan Pablo II, «Sin una verdadera conversión, que implica una contrición interior y sin un propósito sincero y firme de enmienda, los pecados quedan ‘retenidos’, como afirma Jesús, y con Él toda la tradición del Antiguo y del Nuevo Testamento» 40. Según Trento, uno debe «detestar el pecado cometido» y tener «el propósito de no pecar en adelante» para ser perdonado 41.
Sin importar qué sacramento se encuentra involucrado (si la Penitencia o la Eucaristía), la doctrina católica excluye la posibilidad del perdón de los pecados sin la contrición de todos los pecados mortales y el firme propósito de enmienda. Sugerir una posibilidad semejante a las personas divorciadas y vueltas a casar los apartaría de la verdad, con consecuencias potenciales para ellos de suma gravedad.
C-8. Consecuencias de acercarse a la Sagrada Comunión en estado de pecado grave
La Eucaristía es santa y exige santidad. Reverenciamos y adoramos este sacramento porque contiene a Cristo mismo. San Pablo advertía que no debía ser recibido en estado indigno: «Si alguno come el pan y bebe de la copa sin honrar el cuerpo de Cristo, come y bebe el juicio de Dios sobre sí mismo» (1 Cor 11, 29). La Iglesia siempre ha aplicado esto a quienes se encuentran en pecado grave. Como declaró Trento: «aquellos a quienes grave la conciencia de pecado mortal, por muy contritos que se consideren, deben necesariamente hacer previa confesión sacramental, habida facilidad de confesar. Más si alguno pretendiere enseñar, predicar o pertinazmente afirmar, o también públicamente disputando defender lo contrario, por el mismo hecho quede excomulgado» 42.
El motivo de la «temible» advertencia de san Pablo (como la llama Trento) es sencilla: el signo y el significado de la comunión es que uno está unido a Cristo. Quien no tiene una fe animada por la caridad sobrenatural no está y no puede estar unido a Cristo. Por definición, una persona en pecado mortal no tiene esta caridad. Si fuera a recibir la Eucaristía, su acto sería una contradicción de lo que el sacramento significa en sí mismo. Ello es, hablando con propiedad, un sacrilegio 43.
El remedio sacramental apropiado para uno que se encuentra en pecado grave es la confesión, en la que el pecador expresa su arrepentimiento y su firme propósito de enmienda.
En Ecclesia de Eucharistia, san Juan Pablo II lo explica en profundidad. «La celebración de la Eucaristía… no puede ser el punto de partida de la comunión, que la presupone previamente, para consolidarla y llevarla a la perfección» 44. Cita a san Juan Crisóstomo: «También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse ‘comunión’, sino ‘condena’, ‘tormento’ y ‘mayor castigo’» 45. Juan Pablo II concluye solemnemente: «Deseo, por tanto, reiterar que está vigente, y lo estará siempre en la Iglesia, la norma con la cual el Concilio de Trento ha concretado la severa exhortación del apóstol Pablo, al afirmar que, para recibir dignamente la Eucaristía, debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal’» 46.
Es difícil imaginar cómo se podría modificar esta enseñanza sin socavar la doctrina de la Eucaristía. Más bien, como escribió la Comisión Teológica Internacional (refiriéndose a la posibilidad de admitir a los divorciados y vueltos a casar a la comunión), «Si [la Iglesia] pudiera dar el sacramento de la unidad a aquellos y aquellas que en un punto esencial del misterio de Cristo han roto con él, no sería la Iglesia ya ni el signo ni el testigo de Cristo, sino más bien su contrasigno y contratestigo» 47.
C-9. ¿Se reactiva una teoría moral ya rechazada?
Consideren una pareja divorciada y vuelta a casar que reconoce un primer matrimonio como válido pero que, de todos modos, se encuentra conviviendo libremente como marido y mujer. Esto equivale a una admisión de adulterio y, por tanto, de pecado mortal. Según las enseñanzas de la Iglesia, la pareja debería recibir ayuda para entender que en dicho estado espiritual debe abstenerse de la Eucaristía.
¿Existe alguna otra alternativa? ¿Podríamos admitir que el primer matrimonio era válido y que la relación sexual actual de la pareja es moralmente problemática, o por lo menos que no está en plena conformidad con el Evangelio, y al mismo tiempo sostener que, al menos en algunos casos, esto no cambia su creencia en Dios y su amor por Él, que sigue viviendo en amistad con Él, y por este motivo puede recibir de modo fructífero la Eucaristía? Tal vez incluso habría que animar a estos individuos a recibir la comunión, basándose en que la Eucaristía fortalecerá su relación con Dios con nuevas gracias y los ayudará a crecer como discípulos de Cristo.
Este punto de vista se basa en una versión ampliada de la teoría de la «opción fundamental», que asegura que se puede distinguir el comportamiento concreto de una persona a partir de su alineación básica con Dios o en contra de Él. Las parejas deben ser prevenidas contra el falso consuelo de este enfoque, por dos motivos.
El primero es la autoridad misma de la Iglesia para enseñar. La carta encíclica de san Juan Pablo II Veritatis Splendor condena justamente el enfoque de la «opción fundamental», negando que una persona pueda «en virtud de una opción fundamental… permanecer fiel a Dios independientemente de la mayor o menor conformidad de algunas de sus elecciones y de sus actos concretos con las normas o reglas morales específicas» 48. «Con cualquier pecado mortal cometido deliberadamente, el hombre ofende a Dios…; a pesar de conservar la fe, pierde la ‘gracia santificante’, la ‘caridad’ y la ‘bienaventuranza eterna’. ‘La gracia de la justificación que se ha recibido –enseña el Concilio de Trento– no solo se pierde por la infidelidad, por la cual se pierde incluso la fe, sino por cualquier otro pecado mortal’» 49.
El segundo motivo es propio de la teoría de la opción fundamental: es probable que, cuando se toman decisiones básicas acerca de cómo se orienta la propia vida, entre en juego una opción fundamental. La decisión de tener relaciones sexuales regularmente por fuera de un matrimonio válido pertenece ciertamente a este tipo de decisiones. Es un acostumbramiento que se elige y un modo de vida. Es difícil describir esto como un pecado momentáneo de debilidad o pasión.
Por supuesto, no hay conflicto con la pareja que se ha vuelto a casar y que intenta vivir como hermanos pero a veces falla. Estos lo pueden confesar (y de hecho lo hacen); en principio, pueden recibir la comunión. El problema surge si no tienen intención de privarse de las relaciones sexuales. En este caso, no se trata de una lucha por vivir la continencia. Admitirlos a la Eucaristía no los ayudará a vencer su apego al pecado, sino que seguramente los confirme en la opción que ya han elegido.
C-10. Admitir que comulguen las personas vueltas a casar causaría grave escándalo
«El escándalo es una actitud o un comportamiento que lleva a otro a cometer el mal. La persona que es motivo de escándalo se transforma en el tentador de su hermano» 50. El mal ejemplo de una persona engaña el intelecto o debilita la voluntad de otro, y lo conduce al pecado.
La Iglesia no ha dejado nunca de enseñar que el divorcio y un nuevo casamiento son causa de escándalo grave. El Vaticano II llamaba al divorcio una «epidemia», y condenaba el «efecto oscurecedor» que tenía sobre la «excelencia» del «matrimonio y de la familia» 51. Tal como explica el Catecismo: «El divorcio adquiere también su carácter inmoral a causa del desorden que introduce en la célula familiar y en la sociedad. Este desorden entraña daños graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, traumatizados por la separación de los padres, y a menudo viviendo en tensión a causa de sus padres; por su efecto contagioso, que hace de él una verdadera plaga social» 52. El hecho de contraer una nueva unión tras el divorcio aumenta el escándalo 53.
Algunos podrían decir que la mayor frecuencia de divorcios en nuestros tiempos y su aceptación generalizada disminuye cualquier tipo de escándalo, y por ello constituye una razón para admitir a los divorciados y vueltos a casar a la comunión. «¿Alguien se escandalizaría hoy por él?».
Esto es desconocer lo que constituye la maldad del escándalo, que no es un shock psicológico, sino una tentación a los otros para pecar. No es necesario que el ofensor tenga la intención de tentar a su prójimo; la tentación es un efecto del pecado en sí. Cuando los pecados se vuelven socialmente comunes, el escándalo crece en lugar de reducirse. Con cada nueva persona que se entrega a él, se pone en peligro la determinación de los otros de resistirse y aumenta la presión social para aceptarlo. De hecho, la Iglesia enseña que la aceptación generalizada del comportamiento pecaminoso crea una estructura social de pecado, una institucionalización del escándalo 54. El cristiano advierte que es cada vez más difícil vivir en una sociedad como esta sin cooperar con el comportamiento pecaminoso o tolerarlo. La Iglesia exhorta a los fieles a resistir tales estructuras de pecado.
En Familiaris Consortio, Juan Pablo II señaló el escándalo como un motivo por el que los divorciados y vueltos a casar no pueden recibir la sagrada Eucaristía: «si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio»55. Apartarse de esta prohibición tradicional sería como decirles a los fieles, al menos implícitamente, que divorciarse y contraer un nuevo matrimonio son aceptables. También plantearía la cuestión de por qué otros, que se encuentran en estado de pecado grave, no podrían también recibir la comunión. El escándalo se volvería aún mayor.
Recibir la Sagrada Comunión es, objetivamente, un signo de comunión con Cristo y, por ende, con la Iglesia. Proclama públicamente que quien la recibe está viviendo de acuerdo con la fe y con la buena moral. Admitir a quienes se encuentran en un estado público de pecado a la Eucaristía llevaría a otros a concluir que las enseñanzas de la Iglesia acerca de este pecado no tienen mayor importancia, y que el pecado se puede tolerar. Esta es la esencia del escándalo.
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Continuará –esta es la segunda parte del estudio Propuestas recientes para la atención pastoral de las personas divorciadas y vueltas a casar: un análisis teológico, que publicará la edición inglesa de agosto de la revista Nova et Vetera
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15 Concilio de Nicea (325), «Canon 8», DH 127: «Corresponde que ellos [los novacianos] profesen por escrito… que permanecen en comunión con quienes se han casado dos veces y con quienes han caído durante la persecución…». Cf. Henri Crouzel, L’Eglise primitive face au divorce: du premier au cinquième siècle, París, Beauchesne, 1971, p. 124. Así, san Epifanio de Salamina (m. 403), al escribir contra los novacianos, explica que el clero no puede volver a casarse después de la muerte del esposo, mientras que el laico sí lo puede hacer. The Panarion of St. Epiphanius, Bishop of Salamis: Selected Passages. Trad. y ed. Philip R. Amidon, Nueva York, Oxford University Press, 1990, p. 205.
16 Mathew Blastares, Alphabetical Collection, Gamma, cap. 4, sobre Laodicea 1, en Patrick Demetrios Viscuso, Sexuality, Marriage, and Celibacy in Byzantine Law, Brookline, Holy Cross Orthodox Press, 2008, p. 95.
17 Ver, p. ej. , San Basilio Magno, «Canon 77», en la Carta 217 de San Basilio. En el Discurso (u Oratio) 37,8 de San Gregorio Nacianceno, lo más probable es que Gregorio estuviera predicando ante la corte teodosiana en Constantinopla, para cambiar las leyes laxas sobre el matrimonio, que existían en el Imperio. La ambigüedad en la predicación de Gregorio se clarifica en su epístola 144, donde se refiere al divorcio como algo «completamente en desacuerdo con nuestras leyes, incluso si aquellas de los romanos [del Imperio] lo juzgan de otro modo».
18 San Gregorio Nacianceno, Discurso 37,8.
19 Respecto de la «Novella 89», del emperador León, el teólogo ortodoxo John Meyendorff lamenta que «la Iglesia se vio obligada no solo a darle la bendición a matrimonios que no aprobaba, sino incluso a ‘disolverlos’ (es decir, a conceder ‘divorcios’)… La Iglesia tuvo que pagar un precio elevado por la nueva responsabilidad social que había recibido; tuvo que ‘secularizar’ su actitud pastoral hacia el matrimonio y prácticamente abandonar su disciplina penitenciaria». John Meyendorff, Marriage: An Orthodox Perspective, 2ª ed., Crestwood, St. Vladimir’s Seminary Press, 1975, p. 29.
20 Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la Comunión Eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, 1994, nº 4.
21 Profesión de fe de Miguel Paleólogo, DH 860.
22 Martín Lutero, A la nobleza cristiana de la nación alemana acerca del mejoramiento del estado cristiano, III, 14; Juan Calvino, Institución de la religión cristiana IV, c. 13, nos 15 y 17.
23 Martín Lutero, La cautividad babilónica de la Iglesia, § 5.
24 Ver, p. ej. , Martín Lutero, Carta al Consejo de Danzig; Felipe Melanchthon, De Conjugio, citados en Joyce, Christian Marriage, pp. 409-429. Ver también Juan Calvino, Institución de la religión cristiana IV, c. 19, nos 34-37.
25 Concilio de Trento, «Doctrina y cánones sobre el sacramento del matrimonio» (1563), DH 1797-1812. Acerca de contraer un nuevo matrimonio como adulterio, ver «Canon 7».
26 Concilio de Trento, «Decreto Tametsi» (1563), DH 1813-1816.
27 Concilio de Trento, «Canon 12 sobre el Matrimonio», DH 1812. Pío VI aclaró con posterioridad el significado del Canon 12: «estos casos pertenecen solo al tribunal de la Iglesia… porque el contrato matrimonial es
verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la ley evangélica». Pío VI, Deessemus nobis (1788),
DH 2598. Juan Pablo II reiteró esto último en su Discurso a la Rota Romana, en 1995
28 Concilio de Trento, «Decreto sobre la justificación» (1547), c. 15, DH 1544; sobre la necesidad de confesarse, ver c. 14, DH 1542-1543.
29 Concilio de Trento, «Decreto sobre la Eucaristía» (1555), DH 16461647.
30 Lumen Gentium (1964), no 11; Gaudium et Spes (1965), nos 47, 49, 50; Catecismo de la Iglesia Católica, nos 1415, 1640, 1650. Ver también Juan Pablo II, Familiaris Consortio (1981), nos 13, 19, 20, 83, 84.
31 Pío XI, Casti Connubii (1930), DH 3715.
32 Ver, p. ej., Pío XII, Discurso a las parteras, oct. 29, 1951; Juan XXIII, Mater et Magistra (1961), Gaudium et Spes, nos 48 y 51; Pablo VI, Humanae Vitae (1968).
33 Juan Pablo II, Familiaris Consortio (1981), Veritatis Splendor (1993), Evangelium Vitae (1995).
34 Catecismo de la Iglesia Católica nos 1621-1665; 2380-2400.
35 Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales (2003).
36 Ver Paul J. Keller, «Is Spiritual Communion for Everyone?» Nova et Vetera (edición en inglés), de próxima publicación; Benoît-Dominique de La Soujeole, «Communion sacramentelle et communion spirituelle», Nova et
Vetera 86 (2011), pp. 147-153. Ver también Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica [de aquí en más «ST»]
III, q. 80, aa. 1-4.
37 Kasper, The Gospel of the Family, pp. 32 y 45-46.
38 Catecismo de la Iglesia Católica nos 1856, 1858, 2380-2381, 2400.
39 Concilio de Trento, «Canon 7 sobre el sacramento de la penitencia» (1551), DH 1707. Ver Catecismo de la Iglesia Católica nº 1456, que repite el texto de Trento.Ver también el «Decreto sobre la justificación», de Trento (1547), DH 1542-1544, que también lo afirma.
40 Juan Pablo II, Carta encíclica Dominum et Vivificantem (1986), nº 42.
41 Concilio de Trento, «Decreto sobre el sacramento de la penitencia» (1551), c. 4, DH 1676. Ver también Catecismo de la Iglesia Católica nº 1451.
42 Concilio de Trento, «Canon 11 sobre la Eucaristía» (1555), DH 1661.
43 Ver Catecismo de la Iglesia Católica nº 2120, que lo considera un pecado contra el primer mandamiento; ver también ST III, q. 80, a. 5.
44 Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia (2003), nº 35.
45 Ibíd., nº 36.
46 Ibíd. Énfasis nuestro.
47 Comisión Teológica Internacional, La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio (1977): 16 tesis cristológicas de Martelet, nº 12.
48 Veritatis Splendor, nº 68.
49 Ibíd.
50 Catecismo de la Iglesia Católica nº 2284.
51 Gaudium et Spes, nº 47.
52 Catecismo de la Iglesia Católica nº 2385.
53 Ibíd., nº 2384.
54 Gaudium et Spes, nº 25; Juan Pablo II, Reconciliatio et Paenitentia (1984), nº 16, y Sollicitudo Rei Socialis (1987), nº 36. Acerca de estas estructuras y el matrimonio y la familia cristiana, ver Familiaris Consortio, nº 81.
55 Familiaris Consortio, nº 84.