Creo sinceramente que ya en el mandamiento evangélico «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,19), se encuentra el fundamento de la democracia, porque cómo puedo decir que amo a mi prójimo si no respeto ni su persona ni sus derechos, y cualquier creyente sabe que poseemos como seres humanos una dignidad intrínseca e inalienable, pues somos hijos de Dios. También el Antiguo Testamento el Decálogo (Ex 20,2-17; Dt 5,6-21) tiene en la mayor parte de sus preceptos una moral natural de respeto al prójimo, así como el Nuevo Testamento en el episodio del Juicio Final del capítulo 25 de San Mateo, especialmente en sus frases: «Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme»(25,34-36).
Actualmente creo es indiscutible que el gran texto sobre lo que es y debe ser la democracia es la Declaración Universal de Derechos humanos de la ONU del 10 de Diciembre de 1948, texto al con motivo de su vigésimo aniversario Pablo VI calificó de «precioso documento (que) ha sido presentado a toda la humanidad como un ideal para la comunidad humana».
El Magisterio de la Iglesia pretende por su parte actualizar los derechos humanos a las circunstancias cambiantes. Fruto de esta tarea ha sido la Constitución Pastoral «Gaudium et Spes» del Concilio Vaticano II, las diversas Encíclicas sociales de los Papas y otros muchos documentos.
Aunque en el Catecismo de la Iglesia Católica encontramos esta cita de la Gaudium et Spes nº 76: «La Iglesia respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad política de los ciudadanos» (nº 2245), es indudable que encontramos especialmente referencias a nuestro tema en el «Compendio de la doctrina social de la Iglesia», cuyo capítulo VIII se titula «La Comunidad Política» y su apartado 4 «El sistema de la Democracia».
Pero para mí uno de los textos más claros de lo que la Iglesia piensa sobre la democracia está en la Encíclica «Centesimus annus» de Juan Pablo II. Leemos allí: «La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica... Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la «subjetividad» de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad» (nº 46). Una auténtica democracia es el fruto de la aceptación de los valores que inspiran los procedimientos democráticos, como son la dignidad de la persona, el respeto de los derechos humanos, el bien común como fin y criterio de la vida política,
El gran problema actual de la democracia es el relativismo ético, que no acepta que pueda haber una Verdad y un Bien absolutos, y considera en consecuencia cambiables los valores morales. Como recuerda la «Centesimus annus»: «Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (nº 46).
La autoridad política no sólo es responsable ante el pueblo, sino que, como todo comportamiento humano, también es responsable ante la Ley Moral, pues nunca está permitido hacer el mal para conseguir un bien y, por supuesto, el fin no justifica los medios. El hecho de que uno sea autoridad, no le autoriza a saltarse la Ley Moral ni dejar de tener en cuenta sus preceptos.
Pedro Trevijano