El pasado 9 de mayo el psiquiatra Luis Rojas Marcos era investido como Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco. Quien más quien menos, deseábamos conocer más de cerca el pensamiento y el trabajo de este reputado profesional, quien fue el responsable de los hospitales públicos de Nueva York en plena crisis del 11-S. La sorpresa ha sido mayúscula al comprobar que en la entrevista concedida estos días a Vocento, el doctor Luis Rojas Marcos ha manifestado pública y abiertamente su decisión de quitarse la vida –es decir, de suicidarse– cuando llegue el momento en que deje de sentirse feliz. He aquí algunas de sus palabras textuales: «Seguiré mientras me vea activo; y el día que no me sienta útil o no esté contento, me voy al otro mundo (…) Si no voy a sacar a la vida un beneficio, no veo motivos para quedarme. (…) El día en que esto sea irreversible, me iré de este mundo por mi cuenta. No me gusta dar la lata a nadie».
En una primera aproximación a la realidad, pienso que un profesional de la medicina debe ser consciente de la repercusión que sus manifestaciones puedan tener en sus pacientes. Que un psiquiatra exhiba su proclividad a suicidarse cuando deje de sonreírle la vida, es algo equiparable al médico oncólogo que anuncia su decisión de empezar a fumar puros habanos en caso de serle diagnosticado un cáncer de pulmón. ¿Con qué autoridad moral va a atender este psiquiatra a tantos pacientes que están en riesgo de suicidio? ¡Es difícil imaginar una irresponsabilidad profesional mayor!
Supongo que el doctor Rojas Marcos matizaría arguyendo que hay que distinguir entre las diversas causas de suicidios: enajenación mental, crisis afectiva… o simplemente, una decisión libre y madura ante la falta de sentido de la vida. Sin embargo, la experiencia nos dice que quienes se juzgan a sí mismos como perfectamente equilibrados, ya muestran por ello un cierto nivel de inmadurez... Detrás de la suposición de que somos plenamente dueños de nuestra propia vida, se esconde un narcisismo latente. Cuando no somos capaces de asumir los límites de la existencia, nos volvemos unos perfeccionistas, maniáticos y caprichosos. Tenemos mucho que aprender del gran ‘ejército’ de los humildes, que sin tanta notoriedad, éxito o atractivo personal, sin embargo, se entregan en una vida aparentemente rutinaria, sin hacer ruido, pero siendo el auténtico motor de la sociedad. Paradójicamente, esas personas no piensan en suicidarse y transmiten ánimo y alegría a los demás.
Al leer las declaraciones de Luis Rojas Marcos, me vino a la mente una de las intuiciones más reiteradas de Joseph Ratzinger (nuestro querido Papa emérito): «Un humanismo que da la espalda a la dimensión trascendente del hombre, termina por convertirse en un anti-humanismo». Podría parecer una expresión exagerada; pero así sucedió a lo largo del siglo XX, y sigue ocurriendo ahora con el liberalismo y la ideología de género: «Un humanismo sin Dios, termina por aplastar la libertad humana»… Invocar la libertad personal para suicidarse, es como reivindicar el derecho familiar para acabar con la vida de los hijos. (Claro que… esto también está inventado).
El problema radica en una profunda crisis de individualismo, en la que el hombre deja de comprender su vida en referencia a un proyecto comunitario, para pasar a ser un individuo que se presenta como único dueño de su propio destino. Los parámetros de «persona-sociedad», son sustituidos por los de «individuo-derecho a decidir». La libertad entra en claro conflicto con el bien común.
Por su parte, el humanismo cristiano, más allá de los vaivenes del pensamiento filosófico, siempre ha mantenido que el concepto de libertad no puede desligarse del concepto de naturaleza y de nuestro compromiso social. No somos meros ‘individuos’, sino ‘personas’. Y no se trata de una mera disquisición terminológica, ya que la relación entre los seres humanos forma parte esencial de nuestra naturaleza. La persona humana trasciende más allá de sí misma: hacia el prójimo, hacia la sociedad, hacia la historia, y hacia el mismo Dios.
En nuestros días se reivindica una y otra vez el «derecho a decidir»… ¡Se trata de uno de los falsos pilares del pensamiento políticamente correcto! Siguiendo el paradigma del racionalismo relativista, la libertad nada tiene que ver con la verdad, cuya misma existencia es negada. Estamos ante la ideología del inmanentismo radical, la reducción del hombre a individuo, la concepción de una libertad meramente cuantitativa. Lo importante ya no sería elegir el bien, sino simplemente elegir. La libertad, así entendida, se convierte en el fin principal de la existencia, en lugar de ser un medio para buscar el bien y la verdad. La máxima del evangelio de San Juan: «la verdad os hará libres», es sustituida por su formulación invertida: «la libertad nos hace auténticos».
En definitiva, aunque el aborto y el suicidio pretendan reivindicarse como una conquista de la libertad, en realidad, no son sino la ‘pinza’ macabra de la desesperanza; un signo de la decadencia moral de occidente. El narcisismo y la falta de autoestima son las dos caras de la misma moneda. Posiblemente la única manera de superarlas sea viviendo la experiencia del amor que nos permite romper con el egocentrismo. Solo cuando sabemos que venimos del Amor y que volvemos a él, es cuando somos capaces de dar lo mejor de nosotros mismos con desinterés y alegría, abrazando con decisión la rutina, el declive y las contrariedades de la vida.
+ José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián