En estos días de alegría pascual algo añade gozo o mejor dicho, lo concretiza: se trata de la canonización de los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II. Es un motivo de inmensa gratitud porque hace que la santidad nos resulte tan cercana que viene a ser contemporánea. No se trata de santos de hace siglos y de tierras lejanas, sino de quienes siendo de nuestro tiempo han acompañado nuestras andanzas.
Juan XXIII es conocido por su bondad llena de simpatía, que hizo amable el rostro de Dios por el testimonio que de Él daba. De familia humilde, fue viviendo su llamada con la frescura del pan tierno, bajo la mirada de sus padres y hermanos que vivían cada cosa con sabiduría cristiana. Y así fue creciendo, se hizo cura, estudió Historia y la Iglesia le encomendó algunas Nunciaturas en países complejos, hostiles, pero en donde aquel Don Angelo Roncalli tenía una palabra que decir, una caricia que brindar, y mucha gracia de Dios que repartir. Así hasta que le llegó el cardenalato como Patriarca de Venecia. Un pastor que olía a Cristo Buen Pastor, con su bondad, su gracejo y el don de anunciar a Jesús a todos sus hermanos.
Cuando le llegó la vocación penúltima como sucesor de Pedro, acertó a ser Papa con una mirada ancha, dilatada como la Iglesia. Y contra todo pronóstico convocó el Concilio Vaticano II. Para explicarlo se asomó a la ventana de la historia, y constató que los hombres han sido capaces de lo mejor y lo peor, de avances científicos y técnicos y de terribles retrocesos morales. Por eso una vez más la Iglesia tiene que salir a esta palestra para inyectar la savia evangélica en las venas de la historia. Y así lo hizo, aunque no tuvo tiempo de clausurar lo que él inspiradamente puso en marcha. Pero dejó claro su mensaje, hizo fielmente su misión, trabajando por la paz en la tierra, como reza su encíclica Pacem in terris.
Juan Pablo II vino en otra década, acabando los setenta. Aquel poeta, actor y filósofo, trabajador en canteras de piedra, seminarista clandestino, montañero, piragüista y esquiador, llegó muy pronto a ser obispo en su Polonia natal. Y siendo joven aún le hicieron Papa en un momento también complicado y sórdido para la Iglesia. Hay un imperativo que en estos días de Pascua rezuma de Evangelio, el mensaje de Jesús a sus asustados discípulos: «no tengáis miedo». Precisamente fueron estas las palabras que dijo aquel Papa joven, en su primera misa en la Plaza de San Pedro.
No tengáis miedo, nos decía a una Iglesia tal vez asustada por sus propios sustos, y que no lograba orientar el raudal de agua fresca y limpia que supuso el Concilio Vaticano II. Era una provocación bondadosa: no tener miedo. No porque él tuviera algún elixir mágico, o una fórmula secreta o una guarnición paramilitar preparada. Invitaba a la confianza esperanzada capaz de superar todos los miedos juntos: la certeza de que Jesucristo no dejaría tampoco ahora a su Iglesia como una barca a la deriva, sino que la conduciría al puerto seguro de la salvación prometida. «No tengáis miedo… abrid las puertas a Cristo». Éste fue el secreto del Papa: la disolución de todo temor y desesperanza cuando entra Cristo en la vida. No se trata de una falsa seguridad o de una seguridad blindada, sino la paradójica certeza de que estando Cristo, de que abriéndole nuestras puertas, la vida es mirada y vivida de otro modo… aunque no cambien sus circunstancias.
Los dos estuvieron en Asturias: Juan XXIII cuando era cardenal, y Juan Pablo II ya de Papa. A los dos nos encomendamos en esta santidad de estreno, cuando la Iglesia nos los propone como modelos e intercesores ante el Buen Pastor Bueno.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm, Arzobispo de Oviedo