El alejamiento de Dios y la ausencia de oración en las familias, hace que a éstas les falte el apoyo de la presencia de Dios en los hogares. Una de las consecuencias es que en nuestra sociedad el divorcio se ha vuelto algo normal, e incluso se ve promovido por una serie de gobernantes que hacen unas leyes insensatas destructoras de la familia, como la ley del divorcio exprés, o aunque no las hayan hecho las mantienen, seguramente por temor a enfrentarse con lo políticamente correcto. El resultado es que el daño recae especialmente en los hijos. Una política que vaya en contra de la estabilidad de la familia o mengüe su fortaleza es una política suicida e inmoral porque socava los cimientos de la sociedad como si no existiera otra cosa que el individuo egoísta sin familia y sin obligaciones, con las consiguientes consecuencias desastrosas para los propios individuos, privados de la protección familiar, las familias y la sociedad. Además, las leyes tienden a configurar las mentes y la vida de los ciudadanos. Una legislación así deteriora la idea del matrimonio y de la familia, e induce a acoger la práctica del divorcio exprés, destructora de la estabilidad familiar, como normal y legítima. Es una ley que responde a los planteamientos de la ideología de género, pues la relación sexual que subyace al matrimonio en ella es pura afectividad espontánea y, por tanto, el matrimonio dura lo que dura esa afectividad. Sus efectos ya se han hecho sentir. Se quiera o no, se trata de un verdadero ataque al matrimonio y a la familia y por eso mismo a la felicidad de las personas y al bienestar social y su efecto es más matrimonios rotos y más personas heridas en sus afectos más profundos. Los hijos no sólo necesitan al padre como padre y a la madre como madre, sino también la relación de pareja que tienen y la relación de amor y de unidad que constituyen. Nunca hemos de olvidar que las dos necesidades básicas de cualquier ser humano, y muy en especial de los más débiles, son alimentación y afecto. El fracaso matrimonial de los padres tiene grandísimas repercusiones por los sufrimientos que ocasiona en los hijos, que son los grandes perjudicados, siendo lamentable que esta realidad no suela tener reflejo en las leyes sobre el divorcio o la separación matrimonial. Además, la precariedad y falta de estabilidad de muchas vidas matrimoniales ocasiona la menor propensión a la fecundidad, pues ésta requiere saber mirar a largo plazo, así como serias dificultades en la educación de los hijos, que resultan más propensos al fracaso escolar y a problemas de comportamiento, con los consiguientes inconvenientes para su futuro, incluso en la edad adulta, y el de la propia sociedad.
El divorcio es siempre un mal, porque es la ruina de un matrimonio y de una familia, aunque a veces sea un mal menor, pues también es cierto que los efectos de un hogar insufrible son devastadores para los niños. Éstos padecen el conflicto o divorcio de sus padres y sufren a consecuencia de ello, sintiéndose asustados y confundidos, quedando dañada su capacidad de confiar y amar, pues no han experimentado ni vivido, sino todo lo contrario, el amor mutuo de sus padres, lo que repercute en ellos, sufriendo una seria crisis de inseguridad, sin contar con que los traumas del divorcio les hace más vulnerables a problemas psicológicos, como una gran tristeza que les puede llevar a la depresión, una mayor rebeldía y fracaso escolar, así como a enfermedades, mientras que a largo plazo, al no haber tenido el ejemplo de un éxito conyugal que imitar, en su vida adulta tienen mayores probabilidades de divorciarse o de tener hijos fuera del matrimonio, siendo para ellos más difícil el que su matrimonio resulte. En efecto, cuando el divorcio es una posibilidad siempre presente en el horizonte de la pareja, es obvio que ello tiene un efecto desestabilizador. Por el contrario, la indisolubilidad matrimonial es un seguro fundamento de estabilidad, eficacia pedagógica y función social de la familia.
La ausencia de un hogar familiar adecuado destruye el medio natural en que debiera desenvolverse la vida de los hijos y causa a éstos muy graves daños. En efecto, los niños y adolescentes que ven su hogar roto por la separación o divorcio de sus padres sufren una experiencia traumática que les ocasiona muchas dificultades para aceptarse a sí mismos y tener una relación correcta consigo y con los demás, no siéndoles tampoco nada fáciles las relaciones ni con su padrastro o madrastra ni con los hijos de éstos, pues las nuevas convivencias son otro serio problema. Aunque se dan casos de buen entendimiento, con frecuencia surgen graves dificultades y desavenencias entre los hijos del matrimonio anterior y el nuevo cónyuge, o entre los hijos de ambos, o entre los hijos de la nueva pareja con sus hermanastros anteriores, siendo la situación más grave cuando se dan sucesivos divorcios, llegando los hijos no sólo a no vivir, sino incluso a no saber lo que es una familia.
Pedro Trevijano, sacerdote