Uno de los temas que más frecuentemente cruzan nuestras conversaciones es la enfermedad de alguien cercano, o la que nos aqueja a nosotros mismos. No es cuestión de relleno, sino que al abordarla lo hacemos con el respeto propio de algo importante, que tiene que ver con algo que nos atañe y que no es un hablar por hablar.
Por este motivo en la visita pastoral, el encuentro con los enfermos en las distintas parroquias (ya sea en sus casas o dentro de la parroquia como tal), es un momento entrañablemente humano con gente que agradece un gesto y una palabra de esperanza cuando nos allegamos a ella en nombre del Señor.
Días atrás hemos celebrado una Jornada mundial del enfermo. En torno a esa fecha también me quise ver con cuantos aquí trabajan en ese campo tan querido y especial como es todo el mundo que rodea a la enfermedad mirada con ojos cristianos: capellanes, religiosas, laicos voluntarios. Tanto en los centros hospitalarios y geriátricos como en los propios domicilios, los enfermos reclaman de nosotros una atención especial que les acerque el bálsamo de la paz, el gesto de la ternura, la palabra luminosa de la esperanza. No está en nosotros el hacer milagros, pero sí el saber acompañar con respeto y cariño, con entrañas de fe y caridad a estos hermanos que sufren de mil modos la vulnerabilidad de la condición humana.
La gratitud con la que nos acogen estas personas enfermas o ancianas es verdaderamente hermosa. Los que acudimos a ellos somos quienes resultamos bendecidos sobremanera, nosotros que íbamos como portadores de la bendición del Señor. Es Dios mismo quien nos bendice en ellos con su sincero agradecimiento, con su testimonio de entereza y fortaleza, con la esperanza que deriva de su abandono en Dios y la paciencia creyente con la que se ofrecen por sus familias, por los sacerdotes, por la gente que sufre de tantos modos, por la Iglesia universal.
El Papa Francisco recordaba en su mensaje para esta Jornada del Enfermo que los cristianos «estamos llamados a configurarnos con Cristo, el Buen Samaritano de todos los que sufren. «En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3,16). Cuando nos acercamos con ternura a los que necesitan atención, llevamos la esperanza y la sonrisa de Dios en medio de las contradicciones del mundo. Cuando la entrega generosa hacia los demás se vuelve el estilo de nuestras acciones, damos espacio al Corazón de Cristo y el nuestro se inflama, ofreciendo así nuestra aportación a la llegada del Reino de Dios. Para crecer en la ternura, en la caridad respetuosa y delicada, nosotros tenemos un modelo cristiano a quien dirigir con seguridad nuestra mirada. Es la Madre de Jesús y Madre nuestra, atenta a la voz de Dios y a las necesidades y dificultades de sus hijos». Precioso y comprometido comentario del Papa.
Tantas veces nuestro mundo insolidario y opulento, que no repara en medios ni en gastos para conseguir sus objetivos de poder político, de poder económico, de poder cultural, ningunea y elimina a los que no producen, a los que les molestan, a los que deciden excluir. El aborto de los no nacidos, la eutanasia que se aplica a los enfermos, los ancianos… y recientemente también a los niños, son algunas de las perlas y precios de un malentendido bienestar social que se maquilla y disfraza de progreso que no tiene vuelta atrás. La comunidad cristiana está con estos hermanos en los que Jesús nos espera para que les llevemos precisamente al mismo Jesús esperanza nuestra.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo