En Marcos 6,34-35 leemos: «Al desembarcar, Jesús vio una multitud y se compadeció de ella, porque andaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas».
Cuando uno lee estos versículos, inmediatamente le viene a la mente esta pregunta: ¿Sucede hoy lo mismo? La contestación, desgraciadamente, no es difícil: claro que sí. Hay demasiada gente que no logra encontrar el sentido de su vida. Pero ¿por qué? Y aquí creo que el problema principal sobre el significado de nuestra existencia es el de la existencia o no existencia de Dios y sus consecuencias de si hay unos principios morales objetivos y sólidos y sobre qué pasa después de la muerte.
En cierta ocasión oí en televisión a un filósofo afirmar: «Es imposible ser persona inteligente y creer en Dios». Los creyentes en cambio afirmamos, dentro del respeto a quien no piensa como nosotros, tanto más cuanto que la fe es fe porque no tenemos evidencia, que nuestra fe es racional y nos parece en consecuencia más lógico creer en Dios que lo contrario. La existencia del mundo supone un ser inteligente detrás, porque como azar es demasiada casualidad, y la existencia del mal en el mundo te dice que la muerte no puede ser la última palabra, porque sería el triunfo en tantos casos del mal y además no conseguiríamos nuestro máximo deseo: ser felices siempre. Todo sería por tanto, una gigantesca estafa. Quien de verdad cree en la existencia de Dios y saca consecuencias de ello, vive de manera diferente de quien no cree en Él. Muchos han apostado su vida a la existencia de Dios, y es lógico que deseen ardientemente que exista. Otros, aunque afirman creer en la existencia de Dios, los que llamaríamos creyentes no practicantes, viven como si Dios no existiera, porque de hecho no influye gran cosa en sus vidas.
Entre los no creyentes en Dios podemos considerar dos grupos: los agnósticos, que son los que en una encuesta contestarían no saben y los ateos, que son quienes afirman no creer en Él. Pero incluso aquí la diferencia no es neta. Entre los que afirman no creer o no saben si Dios existe hay personas decentes, honradas, que te dicen: «me encantaría creer en Dios». Aceptan la Ley Natural porque saben distinguir el bien del mal y tienen por tanto unos criterios objetivos de Moral y de la dignidad humana. Su problema es encontrar un fundamento sólido en donde basar sus creencias. Como dijo Maritain, tras elaborar con otros muchos la Declaración de Derechos Humanos de la ONU: «Nos hemos puestos de acuerdo en cuáles son los derechos humanos. Lo que ya no nos hemos puesto tan de acuerdo en cuál es el fundamento de estos derechos». En cambio, otra cosa son aquéllos que su vida es tan malvada que no creen en Dios porque no les interesa que exista y es que ateísmo y libertinaje van muchas veces de la mano. Y es que sin la existencia de Dios los malvados gozarían de impunidad y de grandes ventajas, pues como todo termina con la muerte, podrían hacer uso de métodos que nos repugnan a las personas con principios morales. Si no hay unos principios morales, si no hay una ley natural que fundamente la dignidad y los derechos del hombre, estamos en grave riesgo de caer en la ley de la jungla, como desgraciadamente con frecuencia ha sucedido, como lo prueban las grandes matanzas del siglo XX, realizadas por los regímenes totalitarios nazis y marxistas. Se me puede objetar que, a lo largo de la Historia también los creyentes han cometido crímenes, pero como escribió Juan Pablo II, en su encíclica «Evangelium vitae»: «Es cierto que en la historia ha habido casos en los que se han cometido crímenes en nombre de la ‘verdad’.Pero crímenes no menos graves y radicales negaciones de la libertad se han cometido y se siguen cometiendo también en nombre del ‘relativismo ético’. Cuando una mayoría parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación de la vida humana aún no nacida, inclusive con ciertas condiciones, ¿acaso no adopta una decisión ‘tiránica’ respecto al ser humano más débil e indefenso?» (nº 70).
El filósofo francés Paul Ricoeur escribió: «lo específico del cristiano es la esperanza». Creemos que hay un más allá y que con la ayuda de la gracia de Dios, podemos llegar a ser eternamente felices en el cielo. El Catecismo de la Iglesia Católica nos habla de él en los números 1023-1029): «El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (nº 1024), «La contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia ‘la visión beatífica’» (nº 1028); reinaremos con Cristo «por los siglos de los siglos» (nº 1029). Pero en qué consiste exactamente San Pablo nos deja con las ganas cuando escribe: «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Cor 2,9). Es decir, ni en nuestros momentos de máximo optimismo podemos ni siquiera acercarnos a lo que nos espera.
Pedro Trevijano, sacerdote