¿Cuánto resiste a esto la institución de la familia en Chile y en Latinoamérica?
Hablando de los vínculos estrechos con ese fenómeno, sea de la región o de un país de vieja cultura como el suyo, México, este es el diagnóstico del premio Nobel Octavio Paz, persona que no profesaba creencia alguna: «Hemos resistido por la fuerza que tiene la organización comunitaria, sobre todo la familia, la madre como centro de la familia, la religión tradicional, las imágenes religiosas. Creo que la Virgen de Guadalupe ha sido mucho más antiimperialista que todos los discursos de los políticos del país. Es decir, las formas tradicionales de vida han preservado, en cierto modo, el ser de América latina». Advirtió, sin embargo, que «es peligroso confiarse en las tradiciones, cuando ellas son puramente paciencia. Pienso yo que esa fuerza debe convertirse en activa y creadora. Es lo que no encuentro en este momento en las tradiciones sudamericanas», concluyó.
¿Existe realmente espacio para esa fuerza creadora, de que habló Paz? Sobreabundan las expresiones públicas a favor de la libertad y de la diversidad, pero en los hechos concretos el principio de subsidiariedad, que reconoce la prioridad de la persona y de sus grupos asociativos, como la propia familia, respecto del Estado –cuya función es la de favorecer y subsidiar los órganos básicos de la sociedad para que realicen mejor sus funciones naturales– se distorsiona en su aplicación.
Desde hace décadas cualquier iniciativa que parta de los poderes del Estado y que se relacione con la familia, dice menos –o no dice nada– respecto de la propia institución familiar, que lo que dice de los miembros particulares de esta institución. Así, en una primera etapa, las leyes sobre la estructura conyugal del matrimonio, la equiparación del hijo nacido dentro de la familia con el que ha nacido fuera de ella, la supresión de penas para el adulterio y el concubinato, la discusión acerca del divorcio, para no hablar de las campañas de anticonceptivos y otras. Hoy el AVP o el «matrimonio» igualitario equiparado al matrimonio como unión indisoluble de un hombre y una mujer. En buenas cuentas –y siguiendo el individualismo cultural en boga de la corriente mundializante– el Estado actúa como si la familia fuera una simple asociación de sujetos y no una subjetividad social, según la feliz expresión que usa la «Carta a las familias» de Juan Pablo II, quien nos convida a centrar nuestra preocupación en que la familia «sea lo que es».
Hay quienes ponderan las virtudes de una época de tolerancia, como sería esta era de globalización, que sucede a otra de grandes pasiones absolutas. Entre tanto asistimos al peligro de que la relatividad dominante, donde todos los valores son intercambiables y reducibles a precios de compraventa, se transforme en nihilismo generalizado. Sería el reinado de la libertad proclamada como valor absoluto y entendida como simple multiplicación de posibilidades de elección. Su operar, sin embargo, va ya siendo tal, que hace casi imposible el surgir de una opción por la que valga la pena renunciar a las demás.
Es, no obstante, de una opción de este tipo de la cual nos habla el Evangelio: del tesoro en el campo y de la perla preciosa por la cual, quien la encuentra, lo vende todo. Y no fue otra opción que ésta, nos recuerda Spaemann, la del tesoro, la que dio su centro vital a la cultura que recibimos por herencia, por muy debilitada que hoy la encontremos.
Tal opción no supuso ninguna imposición, pues, los que por dicho tesoro vendieron realmente todo, no fueron otros que los santos. Los santos fueron, en efecto, quienes con su testimonio mantuvieron ese centro oculto con vida. Ellos fueron quienes, con su ejemplo, orientaron la escala de valores de nuestra cultura.
Sólo de una opción así, fundamentalmente interior, pero que supone un claro rechazo al servilismo que reclama para sí el mundo secularizado, y en tal sentido supone también una exclusión, podremos esperar una nueva transformación humana y cristiana de la sociedad.