Querido Sr. Obispo auxiliar, hermanos sacerdotes concelebrantes, miembros de la vida consagrada, seminaristas, fieles laicos. Os deseo la Paz y el Bien, con los que Dios llene vuestros corazones y acompañe siempre vuestros pasos.
Hace unos días asistíamos un grupo de cristianos asturianos a la beatificación de 522 mártires que fueron asesinados por el odio a la fe durante la persecución religiosa entre los años 1934 y 1939 en España. Entre ellos había tres mártires de Asturias, y otros 14 que fueron asesinados en nuestra tierra. Aunque ninguna de las causas de beatificación se comenzaron en nuestra Diócesis por pertenecer a diversas familias religiosas, sí que reconocemos el parentesco espiritual con todos aquellos que dieron su vida por Cristo en unas circunstancias tan dolorosas. Además, muchas de sus familias religiosas sí que están en el territorio diocesano, y por este motivo queríamos como Diócesis de Oviedo tener esta celebración en la iglesia madre que es la Catedral, para dar gracias por tan supremo testimonio y para encomendarnos a los nuevos beatos.
Estamos casi concluyendo el Año de la fe que convocó el Papa Benedicto XVI y que clausurará dentro de unos días el Papa Francisco. Es un año para testimoniar qué significa creer. La fe no se profesa sólo con los labios, sino con toda la vida que llega incluso a entregarla como supremo acto de amor. Jesús se atrevió a llamar dichosos a quienes sufren las lágrimas, el hambre, la acechanza... haciendo de su llanto un canto sereno, vistiendo sus penurias de galas inimaginables, saciando sin empacho el corazón, y suscitando en la persecución peregrinos de la eternidad que ya nadie ni nada detendría. Sin duda alguna, estamos ante una revolución de los valores con esta proclama de las bienaventuranzas: lo que paradójicamente llama el Señor dicha y felicidad, el mundo lo reconoce como infeliz desdicha. ¿Cómo es posible semejante trueque y trastoque? ¿cuál es el secreto por el que una maldita malaventuranza se convierte en bienaventuranza bendita? Son las paradojas de Dios. Nunca lo entenderán quienes no caminan por los caminos que Dios frecuenta, quienes calculan la crispación y usan de la mentira, quienes malmeten, calumnian e insidian, los camaradas de la oscuridad mortecina que no aman ni la luz ni la vida.
Estos hermanos nuestros que dieron su vida por Dios perdonando a quienes se la arrancaban tan cruel y violentamente, fueron víctimas de una terrible confusión llena de resentimiento que fijó su diana en personas inocentes que vivían sencillamente su fe sin hacerlo contra nadie. Fue una persecución enloquecida que acabó en fratricidio, una represión que en nombre de una falsa libertad se trocó en liberticida.
¿Cuál fue su presunta fechoría que había que reprimir con tamaño exceso de quien siega la vida? Su ridículo delito en la mente de sus asesinos fue la fe que los mártires abrazaron, su vocación vivida, el testimonio cristiano en todas las vías. No se les encontró en sus hábitos y ropas un carné de partido porque nunca militaron en política, ni armas defensivas quienes eran instrumentos de paz rendida, ni odio en su mirada quienes se asomaban a la vida desde los ojos del Señor, ni siquiera una resistencia legítima que hubiera podido resolver la tragedia con una comprensible huida. Eran sacerdotes, frailes, monjas, seminaristas y un puñado de seglares. Sencillamente habían encontrado a Dios en sus vidas, escucharon el susurro de su llamada y dijeron un sí grande a lo que en la Iglesia el Señor les proponía.
Con estas beatificaciones, al igual que con las que ya ha reconocido la Iglesia anteriormente y con las que siguen su curso de beatificación (entre ellos nuestros mártires seminaristas), no vamos a relatar el escarnio de mofa y befa que sufrieron antes de morir, no queremos reconstruir aquel terrible escenario, ni siquiera pronunciaremos el olvidado nombre de los verdugos, sus enseñas y sus siglas. Nada de eso constituye nuestra memoria histórica, porque en el corazón cristiano tan sólo cabe la gratitud conmovida por el testimonio de los mártires y no el ajuste resentido de quien quiere reescribir la historia sucedida. Nuestro recuerdo es paradójicamente mucho más subversivo, porque no nace del rencor ni trata de imponer el olvido. No esgrime la provocación sino el reconocimiento que nos abre a la reconciliación que en estos mártires aprendemos. En el paredón del odio no salió queja alguna de ellos, murieron amando a Dios testimoniando así su belleza, y como hizo el Maestro, miraron a quienes no sabían lo que hacían, implorando a Dios para ellos el perdón que no obtuvieron en aquella violencia enloquecida.
Los obispos españoles hemos vuelto a manifestar en el mensaje con motivo de esta beatificación en el año de la fe que «es una ocasión de gracia, de bendición y de paz para la Iglesia y para toda la sociedad. Vemos a los mártires como modelos de fe y, por tanto, de amor y de perdón. Son nuestros intercesores, para que pastores, consagrados y fieles laicos recibamos la luz y la fortaleza necesarias para vivir y anunciar con valentía y humildad el misterio del Evangelio, en el que se revela el designio divino de misericordia y de salvación, así como la verdad de la fraternidad entre los hombres. Ellos han de ayudarnos a profesar con integridad y valor la fe de Cristo. Los mártires murieron perdonando. Por eso, son mártires de Cristo, que en la Cruz perdonó a sus perseguidores. Celebrando su memoria y acogiéndose a su intercesión, la Iglesia desea ser sembradora de humanidad y reconciliación en una sociedad azotada por la crisis religiosa, moral, social y económica, en la que crecen las tensiones y los enfrentamientos».
Así elevamos esta tarde nuestra oración, conmovidos por tan supremo testimonio de quienes creyeron con fe hasta el extremo de dar la vida, que se torna en testimonio no sólo de fe, sino también de amor al morir perdonando a quienes les arrancaban absurdamente la vida. Se podrán escribir panfletos, rodar películas, vociferar en tertulias y dictar leyes que reabren las heridas, pero todo eso caduca con el implacable paso de los días cuando lo que se dice, se escribe o se filma no hace las cuentas con la verdad. Al final sólo quedan los nombres laureados con la corona de la santidad y la palma del martirio de estos hermanos y hermanas nuestros. Con dulzura, sin acritud, sin revancha, ellos han escrito con su sangre la página impresionante de una humanidad nueva y redimida en aquel primer mártir cristiano que dio su vida en la cruz.
Hoy los martirios siguen existiendo en tantas partes del mundo, en donde los cristianos siguen siendo perseguidos, torturados y asesinados. Un verdadero cristiano siempre será un peligro para quienes no aman la libertad, la justicia, la paz o sencillamente la vida. Pero hay también otros martirios que se infligen de modo incruento cuando se banaliza, se cercena, se censura o se penaliza el poder vivir nuestra fe, nuestra caridad y nuestra esperanza. La cruz o el paredón pueden tener tantas formas aunque respondan siempre a una persecución de Cristo y de los cristianos. Nuestra respuesta no puede ser otra distinta a la del Señor y a la de sus mártires que hoy celebramos.
Por eso, en medio de tantos callejones sin salida, de tantos absurdos y heridas, aparecen estos hermanos nuestros que siendo víctimas del odio mortal por su fe confesada y vivida, representan para nosotros un reclamo de perdón, de reconciliación, de vivencia cristiana audaz y sencilla. Son como una ciudad sobre el monte, el testimonio elocuente del verdadero amor y en el candelero de nuestro tiempo la luz más encendida.
Que todos ellos intercedan por nosotros, por nuestro pueblo, y que las personas más zarandeadas por la dureza de la vida y la perfidia de la muerte, puedan encontrar en estos beatos el consuelo, la fortaleza y la compañía.
Que la Reina de los mártires, nuestra Santina, nos cubra con su manto y junto a todos ellos nos acompañe hasta la otra orilla.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm, Arzobispo de Oviedo
Homilía predicada en la Misa de Acción de gracias por las Beatificaciones de los mártires