Supongo que el siguiente dato contrastado, sorprenderá a más de un lector: El siglo XX ha generado el doble de mártires que los diecinueve siglos precedentes. Tras la Revolución Bolchevique del año 1917, el martirio pasó a extenderse a muchos países de los estados más dispares de los cinco continentes. De una forma especial, destaca la persecución religiosa acontecida en Rusia, donde fueron martirizados más de doscientos veinte mil sacerdotes, religiosos y religiosas, además de varios millones de seglares. En total, Andrea Riccardi, en su libro «El siglo de los mártires», calcula que el siglo XX fue testigo del martirio de unos 29 millones de cristianos.
La historia va tan deprisa, que hoy tal vez nos falte la perspectiva necesaria para enmarcar y comprender la profusión del martirio en el siglo XX. Fue Carlos Marx (1818-1883) quien acuñó la expresión: «la religión es el opio del pueblo». Se trataba ciertamente, de un pensamiento; no de una agresión. Pero es obvio que la violencia es generada por el odio, y que el odio es generado por determinadas ideas. Y según el pensamiento de Carlos Marx, la religión sería una invención de los ricos para que los pobres se resignen a un destino injusto en esta vida, remitiéndoles a una falsa esperanza en la salvación eterna. Al igual que los trabajadores están esclavizados por el «capital», también el ser humano estaría dominado por el producto de su propio cerebro (sus creencias religiosas).En consecuencia, el hombre necesitaría deshacerse de la religión para alcanzar la libertad.
Dado que para el marxismo no cabe la conversión del hombre, porque cada uno somos un mero producto de la clase social en la que hemos nacido, la única salida posible sería la revolución violenta. Es un ejemplo claro de cómo las ideas erróneas pueden llegar a convertirse en ideologías fratricidas, haciéndose cómplices del asesinato de inocentes.
Ciertamente, en el siglo XX se dieron otros muchos tipos de persecuciones, además de la estrictamente religiosa: persecuciones por motivos raciales, coloniales, totalitarismos políticos, etc. Pero entre tantos episodios de violencia (algunos de ellos por motivos múltiples o combinados) destacan de forma especial los mártires de la persecución religiosa: ellos se negaron a responder al mal con el mal. Es más, hicieron frente al mal con el bien. En efecto, los mártires no fueron contendientes en guerra alguna; no tomaron las armas en sus manos; prefirieron padecer injustamente como corderos llevados al matadero, que salvar su pellejo haciéndose cómplices del mal. En otras palabras: en la definición católica del término, los mártires son aquellos que fueron asesinados por «odium fidei» (odio a la fe) y que murieron testimoniando su fe en Cristo.
En mi opinión, una de las principales aportaciones de los mártires de la persecución religiosa en el siglo XX, es la forma en que testimoniaron la doctrina evangélica del perdón al enemigo. Imitando a Cristo en su muerte, ellos también murieron rezando por sus verdugos, y expresándoles abiertamente su perdón. Más aún, conocemos el testimonio de mártires que antes de ser fusilados repartieron sus últimas monedas entre quienes se disponían a ejecutarlos.
Su testimonio tiene un especialísimo valor en cuanto a que ilumina e inspira nuestro particular momento histórico. ¡Cuánto nos cuesta pedir perdón! ¡Cuánto nos cuesta perdonar las ofensas! La segunda de las grandes aportaciones de la espiritualidad martirial en nuestros días, es el amor a la Verdad, tanto frente al relativismo como frente a los fundamentalismos. En efecto, la beata Madre Teresa de Calcuta decía que el mal principal de Occidente es la indiferencia… Frente al ‘todo vale’ y frente al ‘nada importa’, nuestros mártires nos recuerdan que hay ideales que son demasiado grandes como para regatearles el precio… Y, por otra parte, frente al fundamentalismo de quienes piensan que el amor a la verdad justifica quitar la vida al prójimo, los mártires creen que el amor a la Verdad bien merece sacrificar la propia vida.
Nuestra Diócesis de San Sebastián se viste de fiesta este domingo 13 de octubre, porque entre los 522 mártires beatificados en Tarragona, contamos con tres guipuzcoanos, que desde hoy pasan a formar parte del santoral diocesano de San Sebastián: Patricio Beobide Cendoya (Hno. de La Salle, natural de Azpeitia), Alberto José Larrazabal Michelena (Hno. de La Salle, natural de Irún) y José Erausquin Aramburu (Monje benedictino, natural de Lazkao). Los tres fueron fusilados en el contexto de la Guerra Civil española, junto a unos 6.832 obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas (muy difícil contabilizar el número de los seglares martirizados por causa de su fe). Las tres parroquias de los nuevos beatos celebrarán en los próximos días una Misa de Acción de Gracias por la beatificación de sus hijos. Si ‘entonces’ doblaron las campanas en señal de duelo, ‘hoy’ repican las campanas como signo de gloria.