Humanidades olvidadas, por Magdalena Merbilhaa

Educamos ciudadanos sin conciencia, ya que no es posible enfrentar el presente, ni dimensionar el futuro, si no se conoce el pasado.

El mundo actual pareciera solo valorar aquellas cosas que le entregan una utilidad inmediata. Teniendo en cuenta esa dinámica, ha dejado de lado todo aquello calificado como inútil y sumamente teórico, alejado de lo práctico. Es por eso que ha olvidado el valor de las humanidades y se ha enfocado en las disciplinas prácticas, que entregan beneficios inmediatos a quien participa en ellas.

Todo pareciera ser un círculo perverso, ya que un mundo sin humanidades es un mundo menos humano, menos habitable y sin duda menos feliz. Todos, por el hecho de ser seres humanos, somos humanistas. Nos han mentido al obligarnos tempranamente en el colegio a definirnos como «humanistas» o «científicos». Fragmentar al ser humano no es una buena idea y tampoco es casual. Ya en el siglo XIX, tras las leyes de instrucción primaria obligatoria, el gobierno inglés se enfocaba en enseñar las tres R: Reading, Writing and Arithmetic (leer, escribir y aritmética). Todo el foco se ponía en la lectoescritura, ya que se quería formar gente útil, pero no pensante. Se aclaraba que era necesario minimizar las humanidades, ya que de estas nacen la conciencia personal y la social, cosas consideradas peligrosas.

Hoy, en un mundo ensimismado por medir todo, incluso lo inmedible, todo se enfoca en los resultados. Los colegios, para responder a las famosas pruebas estandarizadas, se centran, igual que ayer, en las matemáticas y lenguaje, lo medible, buscando buenos resultados. Las otras materias pasan a ser «el pariente pobre».

Educamos ciudadanos sin conciencia, ya que no es posible enfrentar el presente, ni dimensionar el futuro, si no se conoce el pasado. La historia, la filosofía, la literatura, entre otras disciplinas, no tienen una utilidad inmediata, pero sí ayudan a quien las atesora a tomar mejores decisiones y, ciertamente, a ser más feliz. No es casual que G. K. Chesterton definiera la tradición como «la democracia de los muertos». Es la forma de honrar, considerar y aprender de las experiencias pasadas para, exactamente, no errar.

Todo se enfoca en la utilidad, pero nos olvidamos de lo más útil, aquello que nos permite ser felices. Todos queremos ser felices, es lo que buscamos con toda el ansia y todo el ser. Y eso se logra no tan solo con los conocimientos útiles y prácticos, sino con lo que nos eleva más arriba, acercándonos a lo trascendente. La felicidad solo se encuentra en lo infinito, y a eso se llega con la razón mediante un proceso de autodeterminación que solo se logra desde el pensamiento acabado, que nace de eso que hoy se considera «inútil».

Magdalena Merbilhaa

 

Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.

1 comentario

Miguel
La educación requiere una validación para su progreso. Y toda validación debe ser cuantificable, aunque lo que se valore sea la expresión cotidiana de los valores humanos del individuo. Estaría bien calificar el comportamiento, como se hacía hace mucho. Pero tal como está el sistema educativo, y ante el dominio de la relatividad moral, sólo queda cuantificar los conocimientos, sobre humanidades y sobre ciencias. Le sorprendería saber cuántos alumnos estudian ciencias en la universidad gracias a sus notas de historia, literatura o inglés, por sus notorias carencias en matemáticas, física o química. Y cuántos tienen grandes calificaciones en historia pero sólo conocen la de su pueblo, y bastante deformada...
4/09/13 7:36 PM

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