En muchas ocasiones los teólogos actuales se han servido del amor de la madre al hijo para hablar del amor de Dios a nosotros y del amor nuestro a Dios. Porque llega un día en que el hijo responde a la madre con una sonrisa, respondiendo así a la sonrisa que ella le había dedicado desde muchos meses antes y, por fin, llega la respuesta. La madre lo hacía sin pensar en ninguna respuesta. Y nosotros también pensamos que hemos de llegar a sonreír a Dios, a conocerlo, a amarlo, a manifestarle agradecimiento puesto que, desde toda la eternidad, Él también tenía una sonrisa hacia nosotros cuando pensaba en nosotros, nos amaba y quería hacernos existentes e hijos suyos.
Nos dice Pablo -en Efesios 1- que, antes de la Creación, nos eligió como hijos adoptivos en Cristo. No hemos surgido al mundo gracias a nuestro yo, sino al tú de los padres y al Tú de Dios. El niño pequeño, dice Urs Von Baltasar, despierta a la conciencia por el hecho de ser llamado por el amor de la madre. Es realmente así. El yo del niño se hace consciente ante el tú, que es la madre. Y así nace el amor que, como la elipse, tiene dos centros: yo y tú, y eso abre la persona también al mundo. El niño no piensa que ha provocado la sonrisa de la madre. Tampoco nosotros pensamos que hemos provocado el pensamiento eterno de Dios que se dirigía a nosotros. Y no se dirigía su amor a un aspecto concreto nuestro, sino que se dirigía entonces, y se dirige ahora, a la totalidad de mi ser, en las cosas buenas y en las negativas. Aquellas para acrecentarlas y éstas para corregirlas. En fin: nos ama como somos, pero nos desea mejores. Ésta es la razón de nuestra esperanza y de nuestro deseo de conversión. La Razón
+ Cardenal Ricardo Mª Carles, arzobispo emérito de Barcelona