Parto de la idea de la sexualidad que nos da el Catecismo de la Iglesia Católica: “La sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro” (nº 2332).
La sexualidad es un elemento básico de la persona. Comienza con el inicio de la vida y se desarrolla a lo largo de toda ella. Dios no ha hecho el hombre para que esté solo (Gén 2,18) y no podemos alcanzar nuestra plenitud biológica sin entrega mutua, ni el instinto sexual se desarrolla adecuadamente sin el amor, es decir sin que participe todo el ser humano, en lo espiritual y en lo corporal. El amor es un don de Dios que se expresa habitualmente, aunque no exclusivamente, en el encuentro entre un hombre y una mujer, alcanzando la sexualidad su pleno significado cuando se mueve en un plano superior al meramente biológico o instintivo y se convierte en expresión de la mutua donación personal del hombre y de la mujer hasta la muerte, que hace que ambos avancen juntos por el camino de la madurez y la realización personal.
Pero puede suceder también que no seamos capaces de utilizar nuestra sexualidad correctamente, y esto sucede cuando la separamos del amor y la hacemos una simple satisfacción de nuestros instintos. Practicar sexo sin duda es divertido, pero nuestra sexualidad es mucho más que eso. Ante la sexualidad, aunque pueda parecer paradójico, son tan perniciosas, incluso para la salud mental, las actitudes basadas en la mera prohibición o represión, como aquellas otras que defienden el permisivismo total. Se habla mucho de sexo, pero no siempre correctamente, porque muchos lo consideran al modo de una cosa u objeto del que puedo hacer cualquier uso y se silencia su verdadero significado, pues el sentido de nuestra vida es amar y ser amados, y ello supone que también el sexo debe estar al servicio del amor. Sobre este tema existe mucha información, pero se da muy poca formación al respecto. La posibilidad de actuar mal, de pecar, de hacer un uso egoísta y posesivo de la sexualidad, es una realidad presente pero que nos enseña también que somos personas responsables y libres. Por ello, la verdadera libertad sexual, la que sirve a nuestro desarrollo integral, no piensa que en materia de sexualidad todo vale, sino que une sexualidad y amor, siendo la comunión matrimonial entre un hombre y una mujer la forma correcta de ejercitar la sexualidad, ya que “debe mantenerse en el cuadro del matrimonio todo acto genital humano” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Persona Humana nº 7), pues requiere poder disponer de uno mismo a fin de que sea una entrega plena y responsable a otro. El dominio de sí mismo y la autodisciplina no significan esclavitud y ambas son necesarias en el amor. En consecuencia, la madurez sexual es una conquista fruto de una educación seria y convincente en valores que se aceptan libremente y se viven responsablemente gracias al empeño personal, ya que en la sexualidad de cualquier persona hay un enfrentamiento entre la entrega generosa hacia el otro y el afán egoísta de posesión y dominio y, por tanto, no es infrecuente que, aunque alguien sea persona de edad adulta, e incluso tenga una gran inteligencia y una formación intelectual muy sólida, se encuentre muy lejos de llegar a esa madurez.
Los medios de comunicación confunden con frecuencia sexualidad con genitalidad, que hace referencia a las expresiones físicas de la sexualidad, mostrándonos cómo el sexo puede ser utilizado como vehículo de expresión de toda clase de instintos y temores emocionales: agresividad, hostilidad, búsqueda de prestigio, dominio etc. En nuestros tiempos, para muchos el sexo es fundamentalmente un placer que hay que separar de la procreación de hijos e incluso del matrimonio, habiendo contribuido poderosamente a este nuevo punto de vista las industrias de la contracepción al facilitar las no consecuencias inmediatas de la relación sexual, con el consiguiente aumento de los encuentros sexuales. La experiencia sexual, al reducirse a una simple función biológica, a un juego intranscendente y sin profundas implicaciones personales, se deforma y deshumaniza, pierde su intimidad y quienes la realizan se hacen incapaces de un compromiso personal no sólo en el acto sexual, sino también en su desarrollo afectivo y en su vida familiar: si la relación sexual no tiene nada que ver con el amor, se olvida de su verdadero sentido y cae en la trivialidad e insignificancia.
En la raíz de este fenómeno está una concepción del hombre que considera a éste dueño sin condiciones de su propio cuerpo y de la realidad que le rodea, pero las leyes de la biología y muy especialmente las leyes del corazón continúan actuando y muchos descubren muy a su pesar, pues quedan terriblemente heridos, que el sexo simplemente como diversión no lleva ni al bienestar ni a la felicidad y es que el correcto desarrollo de nuestra sexualidad forma parte del desarrollo general de la persona.
En cambio nuestra fe nos enseña que el hombre es una criatura que ciertamente vale la pena, puesto que, como nos dice san Pablo, Dios nos quiere y somos hijos suyos por adopción. Y en lo referente a la sexualidad no olvidemos que para muchísimas personas la decisión más acertada de su vida fue casarse con quien se unieron en matrimonio, decisión que ha llenado su vida de sentido, amor, y dentro de los límites humanos, felicidad.
Pedro Trevijano, sacerdote