En el discipulado de Jesús había varones y mujeres. Por unas razones o por otras, en el grupo más amplio de los que iban con él, lo acompañaban algunas mujeres: «María Magdalena, Susana, y otras muchas» (Lc 8,3). Son muchas las mujeres que aparecen a lo largo del Evangelio. Se trata de un hecho insólito en la época de Jesús. En aquella época, las mujeres no tenían ni voz ni voto, no iban a la escuela, no tenía valor su testimonio, no contaban para nada en la sociedad. Y Jesús las acogió en su escuela, entre sus discípulos, en su seguimiento.
«Es algo universalmente admitido –incluso por parte de quienes se ponen en actitud crítica ante el mensaje cristiano– que Cristo fue ante sus contemporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la vocación correspondiente a esta dignidad» (Juan Pablo II, Mulieris dignitatem 12).
Habríamos de empezar por la mujer elegida para ser madre de Dios, María. Ella es la criatura más excelsa entre todas las personas humanas: llena de gracia, sin pecado concebida, madre y virgen, asunta a los cielos incluso con su cuerpo. Dios, de entre todas las personas que ha elegido para colaborar con él, ha elegido una mujer no sólo como madre de su Hijo divino para hacerse hombre, sino como principal colaboradora en la obra de la redención. Antes que ninguno de los demás discípulos, antes que los mismos apóstoles, antes incluso que Pedro, está María, la mujer por excelencia, que aparece siempre junto a Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte y resurrección. Y lo acompaña en el cielo como madre e intercesora nuestra. En ella, Dios ha manifestado una predilección por la mujer, y en ella toda la humanidad ha de encontrar el referente de la verdadera dignidad de la mujer en todos los tiempos.
Algunos se empeñan en reivindicar hoy el sacerdocio femenino, el sacerdocio de la mujer, como si fuera un derecho, como si fuera una cota de poder. La Iglesia no es dueña absoluta de los dones que le ha otorgado su Maestro, y ha respondido que no puede hacer algo diferente a lo que ha hecho su Maestro y Señor, Jesucristo (JPII, Ordinatio sacerdotalis, 1994). El sacerdocio ministerial es un don, nunca un derecho. Por tanto, no puede entrar en el mercado de los derechos humanos, ni debe ser objeto de reivindicaciones. Y de manera definitiva la Iglesia ha establecido que la ordenación sacerdotal sólo puede concederse a varones. Esta sentencia no podrá ser reformada nunca jamás, porque el Papa Juan Pablo II la ha dictado apoyado en el ejemplo de Jesús, en la Palabra de Dios, en la tradición viva de la Iglesia y en su infalibilidad pontificia.
Con ello, Jesucristo no ha hecho de menos a la mujer, porque la ha igualado en todo con el varón. Por ejemplo, en los temas de matrimonio, cuando la mujer no tenía ningún derecho y podía ser repudiada en cualquier momento, Jesús sitúa a la mujer a la misma altura que el varón. No sólo la mujer comete adulterio si se va con otro, también el varón comete adulterio si se va con otra (cf Mt 19,9), porque Dios los ha hecho iguales en dignidad, diferentes para ser complementarios. Esta postura de Jesús sorprendió fuertemente a sus discípulos, pero Jesús dejó establecida esta igualdad fundamental, que la Iglesia tiene que respetar y promover a lo largo de los siglos.
El papel de la mujer en la Iglesia es de enorme importancia, no sólo porque todas las mujeres están llamadas en cuanto tales a la santidad, sino porque a ellas de manera especial les ha sido encomendado el cuidado del ser humano, desde su concepción hasta su muerte. En el matrimonio o en la virginidad, el corazón de la mujer está hecho para la maternidad, para proteger al ser humano, especialmente a los más débiles e indefensos. Nada más cálido para el ser humano que el regazo de una madre. El «genio» femenino y el corazón de la mujer está hecho para amar, para acoger, para expresar la ternura de Dios con el hombre. El feminismo cristiano ha ofrecido a la humanidad grandes mujeres, plenamente femeninas, a imagen de María, la madre de Jesús, y entregadas de lleno, en la virginidad o en el matrimonio, a una maternidad amplia y fecunda. La mujer no ha de dejar de ser mujer para ser más, sino que precisamente siendo mujer, plenamente mujer, encontrará su plenitud.
Entre los seguidores de Jesús había mujeres, hoy en nuestras parroquias, grupos y movimientos prevalecen las mujeres. Reconozcamos el papel de la mujer en la Iglesia para ser fieles a Jesús y su Evangelio.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba