Me disculpo por empezar con un episodio personal. Pero, como verán, en el trasfondo hay un problema muy grave que afecta a toda la Iglesia y con el cual, por tanto, Francisco deberá lidiar de manera prioritaria. Así pues, espero que me perdonen por el aparente personalismo.
Durante el mes transcurrido desde la profética conmemoración de Nuestra Señora de Lourdes, el 11 de febrero, innumerables colegas, tanto italianos como extranjeros, me pidieron un pronóstico sobre el cardenal que los hermanos elegirían como sucesor de Benedicto XVI. Siempre, sin excepción, evité la pregunta y no respondí a ninguno, recordando que para un cristiano no es lícito tratar de quitarle el trabajo al Espíritu Santo, y evocando episodios, vividos en persona en la redacción de los periódicos, en los que las indicaciones de los papables por parte de los expertos eran desmentidas regularmente. Por este motivo, aunque excusándome, no participé en esa especie de entretenimiento de los colegas del Corriere que, sonriendo, indicaron cada uno tres nombres.
Hice una sola excepción al silencio que me había impuesto con un colega -que es también un viejo amigo y con quien escribí un libro sobre la fe-, Michele Brambilla, actualmente en La Stampa, pero que se formó en nuestro periódico, y buen conocedor de los problemas religiosos. Le rogué que no lo divulgara hasta que el Cónclave hubiera terminado y, en tono jocoso, le pedí que me hiciera de notario y le confié un nombre, uno solo: Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires. Mi amigo y colega me llamó el pasado miércoles, bajo el diluvio de la plaza de San Pedro, para preguntarme si le confirmaba la predicción: le dije que me parecía que podía hacerlo. Michele me recordó que Bergoglio no estaba entre los que la mayoría de colegas daba como papables: al menos en este Cónclave; en el que eligió a Joseph Ratzinger parece que fue el que obtuvo mayor número de votos después del elegido. Pero han pasado ocho años, el cardenal Bergoglio tiene ya 76, y todos esperaban a un Papa en plenitud de sus fuerzas. Un límite que alguien había fijado en los 65 años. Además, sería el primer jesuita en convertirse en Papa, dignidad a la cual la Compañía nunca ha aspirado, siguiendo las recomendaciones del fundador, Ignacio de Loyola. Sin embargo, insistí en la candidatura del argentino.
¿Dotes de adivino, confidencias del Paráclito, vínculos ocultos con las sacras estancias cardenalicias? Qué va, no exageremos, sólo un cierto conocimiento de la realidad de la Iglesia actual. De hecho, le expliqué a mi amigo: «En el Cónclave, donde se conoce la condición de la Iglesia en el mundo entero, se podría tomar una decisión geopolítica, como se hizo con Karol Wojtyla. Una elección afortunada: no sólo fue uno de los mejores pontificados del siglo, sino que desató el pánico en la nomenklatura de la URSS y de todo el Este, que preveía problemas, al elegir a un Papa polaco. No se equivocaban al asustarse. En efecto, llegó Walesa, Solidaridad, los astilleros Lenin de Gdansk, las huelgas obreras que, por primera vez, un régimen comunista no se atrevió a reprimir de manera sangrienta. Aquella fue la grieta que, al hacerse grande, al final hizo caer todos los muros del Imperio. Pero nada de esto habría sido posible sin un Pontífice polaco, ¡y con su temperamento y su prestigio!, que vigilaba y aconsejaba desde el Vaticano» Y bien, seguí con mi razonamiento, hoy en día la apuesta geopolítica podría hacerse en dos direcciones: llamar a la cátedra de Pedro al primer chino de la historia que participa en un Cónclave, el arzobispo de Hong Kong, John Tong Hon. El pánico, esta vez, no estaría en Moscú ni en Varsovia, sino en Pekín, en la capital de la superpotencia del futuro, donde el Gobierno -no pudiendo extirpar a los católicos, insensibles a las persecuciones- ha tratado de crear una Iglesia nacional, separada de Roma, y ha nombrado incluso a los obispos. Y los creyentes fieles al Papa han quedado reducidos a la clandestinidad. ¿Cómo seguir manteniéndolos en las catacumbas o en los campos de concentración con uno de ellos como Papa?
Pero la Iglesia nunca tiene prisa, juzga según el tiempo de «larga duración», como dicen los historiadores de los Anales; el turno de China llegará, probablemente, en un próximo Cónclave, cuando, como sucede con todos los regímenes totalitarios, el sistema empiece a declinar y se vea debilitado, listo para el golpe de gracia. ¿Y en este Cónclave? En éste, pensaba, había espacio para otra apuesta geopolítica, y esta vez verdaderamente urgente, es más, urgentísima, si bien en Europa no se conoce la gravedad del asunto. Sucede, pues, que la Iglesia está a punto de perder el que consideraba el «continente de la esperanza», el continente católico por excelencia en el imaginario colectivo, aquél gracias al cual el español es la lengua más hablada en la Iglesia.
Sudamérica, efectivamente, abandona el catolicismo a un ritmo de miles de hombres y mujeres al día. Hay cifras que atormentan a los episcopados de aquellas tierras: desde principios de los 80 hasta hoy, América Latina ha perdido casi a un cuarto de sus fieles. ¿A dónde han ido? Entran en comunidades, sectas, pequeñas iglesias evangélicas, pentecostalistas que, mantenidas por grandes financiadores norteamericanos, están llevando a cabo el viejo sueño del protestantismo de EEUU: terminar, también es ese continente, con la superstición «papista». Hay que decir que los grandes medios económicos de los que disponen esos misioneros atraen a muchos desheredados de aquellas tierras y los inducen a entrar en comunidades en las que todos son ayudados también económicamente. Pero también está el hecho de que las teologías políticas de las décadas pasadas, predicadas por curas y frailes convertidos en activistas ideológicos, han alejado del catolicismo a esas multitudes, deseosas de una religiosidad viva, colorida, cantada, bailada. Y es precisamente en esa clave como el pentecostalismo interpreta el cristianismo y atrae a mareas de tránsfugas del catolicismo. Así pues, probablemente los padres del Cónclave habrían valorado la urgencia de una intervención, siguiendo un programa propuesto y gestionado por la propia Roma, entronizando como Papa a alguien de ese continente.
Pero la hemorragia se da, sobre todo, en Brasil y la América andina: Si debía ser un Papa sudamericano, ¿por qué uno argentino, un arzobispo de un país menos afectado por la fuga hacia las sectas? Probablemente ha tenido peso el hecho de que el cardenal Bergoglio (aparte de su alta calidad humana, su preparación teológica y su experiencia) es, a la vez, iberoamericano y europeo. La suya es una familia de inmigrantes recientes del Piamonte, el italiano es su segunda lengua madre, puesto que en la Iglesia son urgentes no sólo los problemas del otro lado del Atlántico, sino que también es necesaria una reordenación enérgica de la Curia, hacía falta un hombre que supiera afrontar ciertas situaciones vaticanas. En fin, que la mía no es una predicción, sino un simple razonamiento. Serán necesarios muchos razonamientos más, empezando por la elección del nombre, Francisco, inédito en la historia del Papado. Pero es tarde y el tiempo aprieta. Ya habrá tiempo para retomar el tema.
Vittorio Messori es escritor y periodista italiano especializado en temas religiosos.
Publicado originalmente en El Mundo