Hace casi un siglo -en 1911- escribe Unamuno a Ortega y Gasset, respecto a la inmortalidad del alma: "Todo lo concentro en la persona. Lo grande del cristianismo es el culto a una persona, no a una idea. No hay más teología que Cristo mismo, el que sufrió, murió y resucitó". Es cierto que en el diálogo creyente-no creyente, para el primero, lo radical no es una ideología, sino la persona de Cristo. Unamuno, en su "Tratado de amor de Dios", refiriéndose a por qué venimos a este mundo, rechaza la respuesta del catecismo: "Para servir a Dios en esta vida y gozarle en la eterna". Para él, debía decir: "Para gozar a Dios en la vida eterna por haberle servido en esta". Da primacía al gozar antes que al servir, a la persona de Dios antes que a la propia humana.
No es novedad el enfrentamiento entre la fe y la increencia. Ya en su tiempo, Unamuno es consciente de que su "Tratado del amor de Dios" será recibido "con la hostilidad de la intolerancia intelectualista, que se pone frenética, cuando se habla de otro mundo. Manifestar el simple anhelo de la eternidad y de la conciencia individual los pone fuera de sí".
Para él, cuando morimos, es cuando nace nuestro yo, cuando se corona. Y son estos sentimientos hondos los que le curan de los otros, es la nostalgia de la eternidad la que le redime de otras nostalgias. "Si no tuviera esa inquietud radical -dice- ¿de dónde sacaría fuerzas para esta otra labor de aquí abajo? Se goza de ir restableciendo al Dios personal y evangélico en su conciencia, al Padre de Cristo". Afirma: "No hay para los pueblos modernos salud, fuera del cristianismo". No sería acertado afirmar que nuestra fe no es ideología, sino creencia en Cristo, si con ello no profundizáramos en la relación con Él, que con su Espíritu Santo nos capacita para esa relación.
Cardenal Ricardo Mª Carles, arzobispo emérito de Barcelona