En esta sociedad nuestra en la que se vive tan al día y con muy escasa reflexión personal podemos preguntarnos si tiene sentido el compromiso personal definitivo y para siempre.
De acuerdo con lo que nos enseñó Jesús lo que da sentido a la vida humana es el amor, por lo que el imperativo de progresar en el amor es una exigencia permanente. Además nuestra existencia es más que una serie de puntos discontinuos, o de instantes sin pasado ni futuro. Actualmente el momento presente parece ser lo único que cuenta, pues nos olvidamos del pasado y el futuro tantos procuran no planteárselo. Algo no funciona en nuestra sociedad cuando, por primera vez en la Historia, prescindimos de nuestros mayores y de lo que nos enseñaron, es decir de los valores permanentes. Para muchos la Verdad se ha reducido a opinión, la Belleza a la apariencia y el Bien al bienestar. Pero por el lado del futuro lo terrible de la sociedad actual es que es una sociedad de bienestar en la que procuramos evadirnos de los problemas, sin tener en cuenta que, si bien las mutaciones genéticas se conservan, los avances culturales pueden perderse y las personas y pueblos son capaces de enfermar moralmente, como lo prueban los totalitarismos: nazismo, comunismo, fundamentalismo y nacionalismos excluyentes.
Y sin embargo los momentos singulares y las situaciones no son algo aislado y discontinuo, sino elementos que pertenecen a la historia de una vida. No empezamos nunca de cero, sino que nos vamos desarrollando paulatinamente. Sólo podemos comprender de forma adecuada la vida humana cuando se la ve como un acontecer que se entrecruza y se interpenetra, se halla en constante flujo y en el que continuamente una cosa surge de la anterior y empuja a la siguiente. Nuestro compromiso en favor de la realización de la Verdad, la Belleza y el Bien debe ser un compromiso tal que influya en toda nuestra vida y siempre, siendo la fidelidad el signo de la autenticidad.
Esta opción por los valores supremos debe realizarse en modos concretos de actuación y algunos de estos modos, como el matrimonio o el celibato por el Reino de los Cielos, llevan consigo unas exigencias de permanencia y perennidad, aunque siempre manteniendo el debido respeto hacia aquéllos que no han logrado realizar estas exigencias. El peligro del mundo actual radica en que generalmente los hombres de nuestro tiempo no hacen sus opciones más importantes convencidos de lo que hacen. Le tienen miedo al sí y al no explícitos y definitivos. Prefieren quedarse en la zona del “casi”, que permite todas las ambigüedades y hasta el echarse atrás. Tenemos un pasado que influye en nosotros y un futuro hacia el que debemos estar abiertos, pero el amor a Dios y al prójimo nos indican en todo momento la dirección a seguir y cuál es el sentido de nuestra vida.
Pero la desorientación existente en nuestra sociedad hace que nuchos no encuentren la razón de su vida, y algunos incluso no llegan a distinguir al hombre de los animales. Así se explican tantas crisis matrimoniales, celibatarias, de fe y hasta psíquicas. Ahora bien, parece lógico que nuestros compromisos hacia Dios y el del amor humano hacia la pareja son muy de desear y se ha de intentar que sean compromisos para siempre. Creemos en consecuencia que una persona puede comprometerse con Dios y con su pareja definitiva e irrevocablemente, si bien sigue siendo cierto que para poder cumplir lo que hemos decidido, necesitamos de la ayuda de la gracia de Dios.
Ahora bien la experiencia de tantos que nos han precedido nos indican que es ciertamente posible para el hombre el cumplimiento de sus compromisos con Dios y con los demás y que esta realización no perjudica sino que por el contrario nos ayuda a los seres humanos a realizarnos y, por tanto, a perfeccionarnos.
Pedro Trevijano, sacerdote