Se presentó como un humilde trabajador de la viña del Señor. Su llegada no respondía a unas oposiciones aprobadas, a una conquista largamente acariciada, a unas elecciones que con sus rivales peleó. Era un misterio y así nos lo hizo saber Joseph Ratzinger cuando asomado al balcón de la Basílica de San Pedro se entreveía en su mirada la sorpresa que te deja sin hálito, rompiendo los legítimos planes que tenía a su edad.
Calzarse las sandalias del pescador como Pedro a quien sucedía en su sede en ese trance, tras la figura imponente de Juan Pablo II de quien fue un fiel colaborador, no era cosa cualquiera. Siempre pienso en esa estancia junto a la Capilla Sixtina, donde el elegido antes de vestirse de blanco papal, ora en silencio. La llaman capilla de las lágrimas. Toda una vida queda a la espalda de tu historia, y una vida desbordante se abre ante tus ojos, abrumado por la carga que sobreviene y confortado a la vez por la certeza de Quien te acompaña. Las lágrimas son de humilde petición, de gratitud también, y afuera… los hermanos Cardenales, y los hermanos del mundo entero que más allá de ese balcón esperan con ansiedad.
Benedicto XVI nos contó enseguida su programa, el que a cualquier mandatario se le pide como previo para decidir su aceptación o no. Pero en su caso, el programa no respondía a una estrategia de política eclesial, o a demagogias oportunistas, o a vaivenes reaccionarios, o a ajustes de cuentas. Así lo dijo al comenzar su Pontificado: «Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia».
La escucha como programa… ¿no resulta inconcreto, abstracto, tal vez arriesgado? Y sin embargo es la única seguridad que nos cabe para que la labor pastoral de alguien elegido para tan alto ministerio tenga la medida de las cosas de Dios. Escuchar la palabra y escrutar la voluntad de lo que Dios dice y espera de nosotros, pobres instrumentos en las manos dadivosas del Señor.
Pero, ¿dónde habla Él para escuchar su palabra o saber lo que de nosotros quiere? La vida entera se convierte en vocero de Dios, y cada circunstancia nos acerca a su querer. Hay que saber escuchar y acertar a acoger. En Benedicto XVI no han sido las dificultades, los retos internos de la Iglesia o los desafíos externos de nuestra atribulada humanidad, sino algo más cercano y cotidiano lo que le ha dictado en su conciencia lo que debía hacer con libertad para bien de la Iglesia y de la humanidad.
El sí con el que un hijo de Dios se adhiere al misterioso designio que la Providencia traza para cada uno, no es algo según la gana o la conveniencia. Es un sí para siempre a quien siempre nos llama a abrazar su divina voluntad. Pero decimos sí a una Persona, no a un cargo, a una responsabilidad. Si por amor y obediencia hemos aceptado lo que se nos confiaba, por amor y obediencia hay que dejarlo cuando se nos hace saber de mil modos, que eso es lo que Dios nos dice y lo que de nosotros espera.
Conmovidos por el gesto de nobleza cristiana de Benedicto XVI, mientras damos gracias por su fecundo Pontificado, pedimos al Espíritu Santo que ilumine al Colegio Cardenalicio para elegir a quien calzando las sandalias de Pedro, siga acompañando a la Iglesia por los caminos de Dios en esta encrucijada de la historia. Gracias Santo Padre.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm, Arzobispo de Oviedo