Nada hacía suponer antes del verano que el Gobierno de España fuese a introducir en la presente legislatura las dos iniciativas que, finalmente, se han anunciado en septiembre: la ley de plazos para abortar y la ley de la eutanasia (en palabras del ministro de Sanidad, “suicidio asistido”). El programa electoral del PSOE en las últimas elecciones generales, no incluía tales propuestas e, incluso, destacados dirigentes las habían excluido explícitamente.
La reflexión más extendida sobre este hecho, es que estamos ante una maniobra de distracción de la crisis económica. La oposición acusa al Gobierno de lanzar una cortina de humo para eludir el debate de la economía, y su argumentación principal se centra en que “no hay demanda social” para introducir estas leyes. Inevitablemente, lo que cabe deducir de este planteamiento, es que la cuestión determinante para los ciudadanos es la economía, mientras que el aborto, la eutanasia, el derecho a la educación… son asuntos menores. Parece claro que los partidos políticos proceden, hoy en día, con la convicción de que la única cuestión ante la cual la opinión pública es verdaderamente sensible y que, en consecuencia, es capaz de poner en peligro la continuidad en el poder, o de posibilitar el acceso a él, es la salud de la economía. ¿Será verdad esto? ¿Hasta tal punto hemos anestesiado nuestra conciencia moral?
Recientemente, un periódico de tirada nacional (La Gaceta de los Negocios), publicaba una viñeta del humorista Ramón, en la que un señor leía atentamente los titulares de prensa que tenía entre sus manos: “ABORTO”, “EUTANASIA”, “SUICIDIO ASISTIDO”, “REAPERTURA DE FOSAS”…; mientras que reflexionaba para sí: “¿Y si en vez de cortinas de humo, son el humo de un incendio pavoroso?”. Con permiso del autor de este chiste gráfico, me sirvo de su aguda consideración para reflexionar en el presente artículo sobre la gravedad moral que se encierra en las iniciativas legislativas en curso, así como en el modo en que han sido introducidas.
Me parece particularmente significativo que la vida humana sea desprotegida legalmente, de forma simultánea, tanto en su inicio como en su fin. ¿Podemos dar por válido el presupuesto de que la dignidad de la vida depende de la fase en la que se encuentre? ¿Acaso nuestro actual “yo” es un sujeto distinto al del feto que fuimos o al del anciano que seremos?
El hombre desnortado, sin origen ni meta
Sólo cuando el hombre es consciente de su vocación al amor y de que, el amor está en el “comienzo” y en el “final” de sus días, será capaz de percibir la existencia humana como una unidad de vida. En efecto, si la vida es el mero devenir de una evolución ciega, si no está integrada en un proyecto del Dios creador y providente, si no sabemos de dónde venimos ni adónde vamos; entonces existe el riesgo de valorarla exclusivamente en sus etapas de plenitud, despreciándola en sus otras fases.
La crisis de sentido que padecemos, se traduce en la obsesión por querer prolongar la edad de juventud, como si fuese eterna, olvidando las preguntas definitivas de nuestra vida: “de dónde vengo” y “adónde voy”…
Animalización del hombre
Cuando se niega la espiritualidad del ser humano, inevitablemente, aumentan en él las similitudes con los hábitos del reino animal. Y así resulta que, de la misma manera que la manada abandona a su suerte a las reses envejecidas, o que determinadas hembras sacrifican a sus crías cuando se ven acosadas; así también en el género humano desprotegemos la vida humana, precisamente cuando es más débil y cuando está necesitada de amparo: en sus inicios y en su tramo final. Es la lógica de la ley de la selva, perfectamente comprensible en el reino animal, donde la debilidad no es sino una ocasión selectiva para la mejora de las especies.
Cosmovisión egocéntrica
La aceptación del aborto y de la eutanasia eleva a la máxima potencia la manipulación del hombre por el hombre, llegando a hacer ley de nuestra tendencia egoísta por la que “usamos” del sujeto, cual si fuese un objeto.
El valor supremo de esta cultura utilitarista es nuestro deseo, hasta tal punto, que somos incapaces de imaginar una felicidad basada en la aceptación de la realidad. Y en esta dinámica, los niños y los enfermos llegan a ser percibidos como un estorbo que colisiona con nuestros planes.
Uno de los grandes dramas que padecemos, es la sustitución del valor moral de la dignidad humana, por la simple “calidad de vida”. Ojalá, en medio de la situación presente, sepamos abrir un profundo debate en la sociedad española, en el cual afirmemos con profundidad, coherencia y valentía, el sentido trascendente de la vida humana.
+ José Ignacio Munilla, obispo de Palencia