Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, queridos donostiarras y visitantes, devotos de nuestro Patrono San Sebastián; queridas autoridades aquí presentes:
En la ‘Marcha de San Sebastián’ de Sarriegui, cuya letra es obra de Serafín Baroja, cantamos aquello de “Sebastian bat bada zeruan, / Donosti bat bakarra munduan. / Hura da santua / eta hau da Herria. / Hora zer den gure Donostia!”. (Hay un Sebastian en el cielo, como hay una Donosti en la tierra. / Aquel es el santo, y éste es el pueblo. / He aquí lo que es Donostia). A aquellos que tengan la habilidad de mantener la atención en la letra mientras entonan la Marcha, a buen seguro que les llamará la atención el hecho de que la identidad y la originalidad de nuestra ciudad, se afirme en referencia a la peculiar personalidad de nuestro mártir, entre todos los santos del Cielo. En contra de lo que hoy se percibe como lo políticamente correcto, se entrelazan con naturalidad la tierra con el cielo y el cielo con la tierra. Ciertamente, nuestra tradición no está cerrada a la trascendencia, sino al contrario, se inspira en ella, incluso nace de ella como de su ‘manantial’.
Le damos gracias a Dios por poder celebrar un año más la festividad de nuestro santo Patrono mártir, quien con su vida y, sobre todo, con su muerte, nos recuerda que la vida no merece la pena ser vivida, si no es para consumirla y entregarla al servicio de un ideal consistente. En efecto, en nuestros días comprobamos que no hay mayor pobreza que la carencia de sentido en la propia existencia. El vacío interior —que acompaña a la falta de sentido— es el mayor enemigo de la felicidad del ser humano… Pero gracias a Dios, tenemos razones para la alegría porque tenemos razones para la esperanza. Y tenemos razones para la esperanza, porque los donostiarras —por lo menos, una buena parte de los donostiarras—, mantenemos nuestra fe en Dios Padre que no solo no nos defrauda, sino que cuida de nosotros —¡de cada uno de nosotros!— en su providencia amorosa, de la cual es testigo San Sebastián. ¡No estamos huérfanos! Y nuestro santo Patrono también vigila y cuida de su ciudad desde el Cielo…
Actualmente, en nuestra sociedad las tentaciones de cansancio, de pesimismo y de desconfianza son grandes. De una forma especial, las continuas noticias de corrupción en la vida pública se suceden en los medios de comunicación, hasta el punto de generar la sensación de que nadie escapa a la tentación de enriquecerse ilícitamente. Incluso sobre el mismo deporte, se cierne la sospecha del engaño y del fraude… ¿Terminaremos deduciendo que aquellos deportistas que hemos admirado y aplaudido, resulta que estaban dopados o artificialmente estimulados, como parece concluirse tras las noticias de estos días? El clima de sospecha llega a ser tan generalizado que no es difícil escuchar este tipo de expresiones: “todos son iguales”, “todos son unos corruptos”, “todo el mundo tiene su precio”…etc.
Digámoslo claramente: la corrupción en la vida pública es uno de los principales males morales de nuestros días, y se hace necesario arbitrar medidas de estricto control que puedan devolver la confianza a los ciudadanos. Pero dicho esto, debemos añadir que el clima generado por la corrupción puede acarrear en nosotros un segundo mal moral, frente al que debemos estar alerta: me refiero a una desconfianza generalizada, que nos lleve a aislarnos y ausentarnos de la vida pública y política. Una tentación posible ante la expansión de la corrupción, es que nos dejemos arrastrar por el escepticismo, e incluso por el cinismo.
En efecto, se cuenta de Diógenes, filósofo de la Escuela Cínica de la Antigua Grecia, que solía caminar por las calles de Atenas, a plena luz del día, llevando en su mano una lámpara encendida, y que respondía a quienes le preguntaban por el sentido de su extraña actitud: “¡Busco un hombre!”… Es decir, Diógenes decía estar entregado a una misión imposible: ¡¡buscar un hombre honesto!! Cuenta la leyenda que en una ocasión, Diógenes mantuvo un inesperado encuentro con Alejandro Magno, quien empezó la conversación así: 'Yo soy Alejandro Magno'. El filósofo contestó: 'Y yo, Diógenes, el cínico'. Alejandro entonces le preguntó de qué modo podía servirle, y el filósofo le replicó: “¿Podrías apartarte para no quitarme la luz del sol?”.
Queridos hermanos y hermanas, no es extraño que las debilidades y miserias de nuestro prójimo, puedan llegar a generar en nosotros males como la desconfianza, el escepticismo y el cinismo. Más aún, de la pérdida de la fe en el hombre puede derivarse la propia pérdida de la fe en Dios. Sin embargo, si confiamos plenamente en Dios, entonces aprendemos a no desesperar de nadie. Lo cual no quiere decir, ciertamente, que no tengamos que ser conscientes de la debilidad del ser humano; pero sin dejar de creer en su capacidad de honradez y honestidad. En el siglo IV antes de Cristo, Diógenes el Cínico, no había conocido a Jesucristo, y por ello desesperaba del hombre. ¿No ocurrirá lo mismo hoy en día, en la medida en que demos la espalda a nuestra fe en Jesucristo?
Pero para no dejarnos arrastrar por los males que se derivan de la corrupción, a la fe en Jesucristo es importante añadir la virtud de la humildad. En efecto, todos tenemos que realizar un profundo examen de conciencia: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. No sería justo limitarnos a hablar de la corrupción en tercera persona del plural, como si los corruptos fuesen siempre los demás: “ellos”, “los políticos”, “los ciclistas”… Sinceramente, ¿somos nosotros honestos en nuestra relación con el dinero, a nuestro nivel y en nuestras circunstancias?
A la luz de la fe hacemos estas reflexiones morales, sin apartar nuestra mirada de San Sebastián, ¡quien estuvo dispuesto a perder su elevado estatus social, como miembro de la Guardia Pretoriana del Cesar, por fidelidad a su conciencia! Por ello, le pido a nuestro santo Patrono que nos ayude a educar y a escuchar nuestra conciencia, sin acallarla ni manipularla. Como afirmaba el escritor ruso Dostoievski: “Más allá de la moral y de la conciencia solo se encuentra el abismo de la locura”. Y si abrimos los ojos, lo podemos comprobar en el día a día de nuestra relación con el prójimo: La recta conciencia es la mejor almohada; mientras que la conciencia errónea y falsa es, a medio plazo —cuando no a corto plazo—, fuente de sufrimientos y de desequilibrios… Alguien dijo que la conciencia es como una abeja: si la usamos bien, nos da miel; pero si la usamos mal, nos clava su aguijón… ¡Dejémosle a Dios hablarnos a través de la voz de nuestra conciencia! ¡¡Feliz fiesta de San Sebastián!!
Mons. José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián
Homilía pronunciada por el prelado con motivo de la Festividad de San Sebastián el 20 de enero del 2013