Parece que se ha vendido bastante el tercer libro de Joseph Ratzinger acerca de Jesús de Nazaret, el dedicado a su nacimiento e infancia, publicado estratégicamente en varios idiomas en vísperas del Adviento y la Navidad. También parece que ha sido estratégico todo lo que se ha montado en torno a dos temas circunstanciales que han protagonizado amplios espacios en los medios de comunicación los primeros días de su circulación. Casi todo el mundo ha oído que el Papa ponía de patitas en la calle al buey y la mula, expulsándolos del entrañable portal de Belén. Algunos menos son los que han sabido que los Reyes Magos, más que orientales, eran unos señores de Andalucía, concretamente de la antigua civilización de Tartessos, allá por donde ahora están Sevilla, Huelva y Cádiz.
Mucha gente se ha escandalizado, por lo que yo he podido ver, debido a algo que vieron en televisión y que no se han preocupado en contrastar después con las fuentes. Y, al menos en mi caso, sólo una persona de las que han hablado conmigo entra en la categoría del analfabetismo. Por lo que a los demás les he recomendado que lean el libro y se queden tranquilos, además de que así aprenderán mucho y se acercarán más a la siempre fascinante personalidad del Hijo de Dios. Por otra parte, el tema se suma al elenco de afirmaciones falsas sobre «las cosas que dice el Papa». Ya a Juan Pablo II se le achacó la supresión del infierno –en unas catequesis de verano, así como de tapadillo, para que no se enterara mucho el personal–, y todos recordamos lo que pasó cuando en Alemania dijeron que Benedicto XVI había dicho que el islam es violento. Ninguna de esas cosas fue cierta… y miren encima en lo que derivó el último caso. En el tema navideño más reciente, más parece, como decía, una estrategia publicitaria, y no algo debido a la mala idea o a la ignorancia. Aunque estas dos hayan sido buenos altavoces, por supuesto.
Pero vamos a lo que me interesa: el tratamiento que hace Joseph Ratzinger en su libro de esos hombres misteriosos que fueron a adorar a Jesús. «¿Quiénes eran los Magos?», se pregunta. Y hace un minucioso estudio del término griego mágoi, empleado por el evangelista Mateo, y que puede referirse a los siguientes tipos de personas: sacerdotes de Persia, filósofos, gente con poderes sobrenaturales y brujos. Es decir, desde lo más positivo hasta lo peor visto. Lo que muestra, según el Papa, la ambivalencia de lo religioso: puede ser algo bueno, que pone en camino hacia la verdad, que es en último término Jesucristo, o puede ser una actitud y una práctica que acabe poniéndose contra Dios, volviéndose «demoníaca y destructiva».
Citando a varios estudiosos, Ratzinger abunda en la personalidad de estos hombres, y habla sobre el desarrollo de la astronomía en aquel tiempo y en su contexto geográfico. Pero esto no explica del todo la locura que hicieron: «tal vez fueran astrónomos, pero no a todos los que eran capaces de calcular la conjunción de los planetas [se refiere a Júpiter y Saturno en Piscis], y la veían, les vino la idea de un rey en Judá, que tenía importancia también para ellos». Claro que había también profecías judías que circulaban en aquella época. Pero, por muchos factores externos que se puedan argumentar, «todo ello era capaz de poner en camino sólo a quien era hombre de una cierta inquietud interior, un hombre de esperanza, en busca de la verdadera estrella de la salvación».
Por eso, explica Joseph Ratzinger, aquellos magos no sólo eran astrónomos, sino sabios, en el más amplio sentido del término, y «representaban el dinamismo inherente a las religiones de ir más allá de sí mismas; un dinamismo que es búsqueda de la verdad, la búsqueda del verdadero Dios, y por tanto filosofía en el sentido originario de la palabra». Y aquí es donde el Papa hace la interpretación teológica de sus figuras: «podemos decir con razón que representan el camino de las religiones hacia Cristo, así como la autosuperación de la ciencia con vistas a él». Como Abrahán, se ponen en camino tras escuchar una llamada divina. Como Sócrates, se preguntan por la verdad absoluta, más allá de su religión. Por ello «estos hombres son predecesores, precursores, de los buscadores de la verdad, propios de todos los tiempos».
Lo siguiente que hace el Papa es explicar de forma sencilla algo que ya está sobradamente estudiado: el porqué del «ascenso» a reyes de los que en el texto bíblico son simplemente magos, y la cuenta de tres que tampoco aparece en el evangelio. Algo bien importante, habida cuenta de que nuestro ambiente social y cultural llama a la solemnidad de la Epifanía «día de Reyes», y además de representarlos con sus coronas y camellos, los presenta siempre y sin falta como un trío con sus colores de pelo y de piel bien determinados. ¡Menudo escándalo si Benedicto XVI ahora también acaba con «los Reyes Magos de toda la vida», faltaría más!
La tradición cristiana releyó el pasaje de la adoración de los magos a la luz de dos textos del Antiguo Testamento: el salmo 72 y el libro de Isaías (en su capítulo 60). Dos textos que, por cierto, se utilizan en la Misa del día de la Epifanía. En el primero vemos cómo se dice del Mesías «que los reyes de Tarsis y de las islas le paguen tributo. Que los reyes de Saba y de Arabia le ofrezcan sus dones; que se postren ante él todos los reyes». Isaías, por su parte, profetiza: «caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora… Te inundará una multitud de camellos, los dromedarios de Madián y de Efá. Vienen todos de Sabá, trayendo incienso y oro, y proclamando las alabanzas del Señor». ¿Conclusión? Pues, como afirma de manera hasta graciosa Joseph Ratzinger, «de esta manera, los hombres sabios de Oriente se han convertido en reyes, y con ellos han entrado en la gruta los camellos y los dromedarios». Que se han unido así –añado yo– a la fauna veterotestamentaria del portal, junto con el buey y la mula.
Las procedencias lejanas y múltiples de los magos indican la universalidad de Cristo y de su salvación, y de esta manera sitúan el acontecimiento de Belén en una perspectiva que ahora llamaríamos global. El pueblo elegido –los judíos– llega así a la plenitud de su misión: ser transmisor de la revelación histórica de Dios a todos los pueblos. Pueblos que, además, son mejor representados si son sus «reyes» quienes depositan sus dones y doblan sus rodillas ante el Rey del universo. La tradición cristiana se ha encargado después de añadir las razas y las edades del hombre, e incluso de buscarles unos nombres y una trayectoria biográfica posterior a su encuentro con aquel Niño. En la catedral de Colonia se veneran sus restos en un gran relicario, y quizás el hecho de que Joseph Ratzinger sea alemán ha influido de forma decisiva en la importancia que les da a estas figuras enigmáticas del Nuevo Testamento.
O quizás no. Porque, como señala al final del tratamiento de este tema de la identidad de los extraños visitantes, «los sabios de Oriente son un inicio, representan a la humanidad cuando emprende el camino hacia Cristo, inaugurando una procesión que recorre toda la historia». Y habría que subrayar aquí el verbo «emprender», ya que lo sitúa en el ámbito de la búsqueda de la verdad. Es un ejemplo claro de gentiles –es decir, no creyentes– que anhelan y buscan. Por eso los magos, continúa el Papa, «no representan únicamente a las personas que han encontrado ya la vía que conduce hasta Cristo. Representan el anhelo interior del espíritu humano, la marcha de las religiones y de la razón humana al encuentro con Cristo». Jesús es la luz verdadera que alumbra a todos los hombres. ¡A todos! Y los magos, tras el hallazgo del Salvador, lo reconocieron con la adoración y con la entrega de unos dones totalmente simbólicos.
Me permito añadir un elemento a la interpretación de Joseph Ratzinger. Llevo tiempo dándole vueltas a una idea, y precisamente el pontífice algo ha dicho en la introducción de este asunto. Los magos de Oriente eran, en definitiva, personas que buscaban la verdad en las estrellas. Y esto me recuerda a la gente que mira hacia arriba, sin una fe religiosa explícita, para encontrar el sentido a su vida. Podemos pensar en el horóscopo y la carta astral, o en las llamadas a astrólogos y videntes, o en la espera ante la cola del echador de cartas de turno, o en la búsqueda de energías invisibles que sostienen toda la realidad. Los magos andaban medio perdidos buscando algo en las estrellas, y Dios se sirvió de eso –más o menos oscuro, con la ambigüedad propia de la experiencia religiosa, como señala Ratzinger–para conducirlos a Cristo. Por eso invoco y celebro a los magos de Oriente como patronos y protectores de los seguidores de la New Age (Nueva Era) y toda la órbita de la religiosidad alternativa. Ojalá ellos ayuden a esta gente, cuyas intenciones y deseos sólo Dios conoce, a encontrar a quien sacia de verdad la sed más grande del hombre.
P. Luis Santamaría del Río, sacerdote