Barcelona y 25 de julio de 1835. En la plaza de toros de la Barceloneta se lidian toros de la ganadería de don Faustino Joaquín Zalduendo de Caparroso de Navarra y el último, apodado “el Estudiante”, sale el más manso de la manada. Se desatan las iras y unos cuantos espectadores saltan al ruedo para llevarse al toro arrastrandolo por las calles de Barcelona. La comitiva aprovecha el paso por los conventos de San Agustín y San Francisco para apedrearlos, y a continuación deciden quemar al astado, para lo que utilizaron las puertas de los Carmelitas. A las puertas siguió el resto del edificio y volvió a correr la sangre de los frailes. A este convento siguieron otros de Barcelona, y a los de Barcelona, otros del Principado. En principio los motivos de descontento de los barceloneses eran solo políticos y sociales, razón por la cual se quemó también la fábrica Bonaplata, pero lo cierto es que la asonada culminó en una nueva y sangrienta persecución peligrosa.
Cuando se estudian las revueltas sociales, lo primero que salta a la vista es que las cosas no pasan porque sí. En verdad que tanto esta masacre de Barcelona como otras persecuciones religiosas que se han producido en España son tan injustas como injustificadas, pero no son inexplicables. En modo alguno pretendo justificarlas y a lo largo de mi carrera de historiador las he denunciado y condenado, porque no entiendo que la verdad sea sinónimo de neutralidad. Pues bien dicho esto, no resulta difícil comprender que el odio cambie su circulación por la vía política hacia la vía religiosa, si se monta un cambio de agujas que lo permita. Y no se puede negar que durante los siglos XIX y XX los católicos y con especial responsabilidad parte de la jerarquía han montado esos cambios de agujas, que han permitido la persecución con derramamiento de sangre.
Todo el secreto para montar el cambio de agujas consiste en difuminar los fines y los límites de lo religioso, con el fin de establecer un buen rollito de la Iglesia con el poder, ya sea este político, económico o cultural. Esto se produce cuando los católicos sucumben a la tentación diabólica y dejan de ser la sal de la tierra con el fin de perder los perfiles de su personalidad, que les impediría encajar en las instituciones que controlan el poder político, económico o social.
De manera que en esta postración moral, el orgullo de los católicos aflora porque los suyos llegan a ser catedráticos, banqueros o ministros, a cambio de renunciar a la plenitud del católico que no es otra que la santidad. La consecuencia se entiende de inmediato: confundidos los fines de la Iglesia con los de las instituciones humanas, y amalgamados unos con otros, los revolucionarios a la hora del conflicto no aciertan a distinguir. Con un ejemplo se entenderá. A principios del siglo XX se esgrimió como causa de persecución religiosa la alianza de la jerarquía española con los ricos. Cierto que toda generalización como esta es injusta, pero no me cabe ninguna duda, de que si los obispos españoles en su totalidad hubieran sido más fieles a las enseñanzas de la doctrina social de León XIII, se hubiera evitado más de un lamento.
Y ahora viene el párrafo por el que probablemente voy a perder unos cuantos amigos de golpe, pero por responsabilidad tengo que avisar de la que en mi opinión se nos puede venir encima. Todos somos testigos de que la crisis económica está generando una crisis social preñada de odio. Nunca como hoy los sindicatos habían caído en tanto desprestigio, y sin embargo nunca como hoy se habían producido tal número de macromanifestaciones que surgen en cada uno de los tajos, como consecuencia de la desastrosa gestión del gobierno del Partido Popular. Y lo grave de toda esta situación es que durante todos estos años se ha producido en el imaginario español una identificación de los católicos con el Partido Popular.
A imitación de la estrategia de la izquierda, el Partido Popular ha establecido sus correas de transmisión con la mayor parte de las organizaciones que defienden la familia y la vida, pero que lo defienden según y como le conviene al Partido Popular. Durante el gobierno anterior de Zapatero se organizaron unas manifestaciones numerosas para defender la vida y la familia. En aquellos momentos era muy sorprendente que dichas organizaciones a las que se les llenaba la boca con su aconfesionalidad, colgaran las convocatorias de las manifestaciones en muchísimas parroquias de España. Y a la vez no deja de llamar la atención de que esas mismas organizaciones que dicen estar a favor de la familia y la vida, después de más de un año de gobierno del Partido Popular, no hayan movido un solo dedo, estando vigente las mismas leyes de la era Zapatero.
En esta pérfida confusión de lo político y lo religioso, mi temor es que de agravarse la crisis económica, cuando estalle el conflicto social, los revoltosos quemaran sobre todo las iglesias, porque el palacio de la Moncloa suele estar mejor protegido por las fuerzas de seguridad que la parroquia de mi barrio. Por lo tanto, para evitar que esto pudiera llegar a ocurrir, es urgente emitir señales inequívocas a la sociedad de que el Partido Popular y la Iglesia Católica en España son dos cosas distintas. Pueden lanzarse muchas señales y cuantas más mejor, pero de momento a mí se me ocurren tres, que serían muy elocuentes:
1.- Por el interés de todos los católicos, los obispos españoles deberían promover o al menos no impedir la aparición de varios partidos políticos con ideario que no conculque la moral católica para que garanticen la legitima libertad de los fieles españoles en materia política, porque lo del voto útil y el mal menor es una coartada para establecer de hecho al Partido Popular como el partido único de los católicos.
2.- Los obispos y los directores de los movimientos y las llamadas nuevas realidades deberían proponer a los fieles de los que de ellos dependen y que se dedican a la política activa en el Partido Popular que adopten actitudes tajantes, incluido el abandono del Partido Popular como en su día hiciera Mercedes Aroz del PSOE, si en un breve plazo el gobierno no elimina la ley del aborto o cualquiera de las leyes anticatólicas amparadas por el Partido Popular.
3.- Dejar de ofrecer los medios de comunicación de la Iglesia a la lucha partidista del signo que sea, pues eso nada tiene que ver con la evangelización -ni con la antigua ni con la nueva- además de entrometerse en las funciones propias de los laicos. Otra cosa distinta es que católicos, al margen de la jerarquía y bajo su responsabilidad, creen medios de comunicación. Y desde luego dar un giro de 180 grados en la orientación en la COPE y en 13TV, que en la mayor parte de su programación es propaganda pura y dura del Partido Popular.
Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá
Puiblicado originalmente en Diario Ya