El 18 de junio de 2005 hubo una gran manifestación en Madrid en contra del proyecto de ley del gobierno de Zapatero que pretendía aprobar el matrimonio entre parejas homosexuales. Yo fui uno de los asistentes, y seguro que muchos de los que lean este artículo también se encontraban entre los más de millón y medio de asistentes a aquel acto.
Aquella ley fue aprobada. Los que acudimos a esa manifestación sabíamos que era previsible su promulgación dada la composición parlamentaria de las Cortes de entonces. Lo cual no fue obstáculo para que las calles de Madrid se llenaran con familias venidas de toda España. Todos guardábamos la esperanza de que una nueva mayoría parlamentaria derogara la ley o una sentencia del Tribunal Constitucional la declarara inconstitucional en atención a la evidencia de que solo es matrimonio la unión entre varón y mujer. Estos días hemos visto que nuestra esperanza quedó defraudada.
Muchos han escrito sobre la irracionalidad de esta ley, y yo también he ofrecido argumentos de razón sobre esta cuestión, tan trascendental para la configuración de la sociedad. Considero que no es necesario añadir nada más, porque quienes lo deseen, podrán encontrar fácilmente argumentos. Pero pienso que se impone una cuestión, y es si mereció la pena ir a aquella manifestación de 2005. Por extensión, nos debemos plantear si merece la pena seguir luchando por defender la verdadera naturaleza del matrimonio, viendo que el esfuerzo es enorme y los resultados prácticos son muy pocos.
Como quedó dicho, cuando acudí a esta manifestación, la mayoría éramos conscientes de que era muy difícil frenar el proyecto de ley del gobierno. Sin embargo, no dudé en ir. Cuando Dios me llame a su presencia y me juzgue, me preguntará –entre otras cuestiones– si puse los medios para hacer que las leyes civiles fueran conformes con la Ley de Dios. Y yo podré responderle a Nuestro Señor: «sí, puse todos los medios, porque –además de otras actuaciones– fui a esa manifestación».
Además del juicio de Dios, debemos tener en cuenta el juicio de la historia. Cuando pasen los años o los decenios y las próximas generaciones juzguen a nuestros contemporáneos, se preguntarán cómo fue posible que se aprobaran tantas leyes inmorales. Pero también quedará el ejemplo de ese millón y medio de personas que estuvieron en las calles de Madrid en 2005. Quienes nos sigan en el transcurso de la historia se horrorizarán por las barbaridades que aprobaron sus abuelos, y también se sentirán orgullosos de aquellos que eran conscientes de la trascendencia de esas leyes para el futuro de la humanidad. Las próximas generaciones admirarán a quienes fuimos a esa manifestación, porque teníamos principios e ideas claras y no nos doblegamos ante la presión de los medios y los lobbies. Por lo tanto, mereció la pena estar en esa manifestación.
Vale la pena seguir luchando por defender la verdadera naturaleza del matrimonio. De la misma manera que todos los parlamentos del mundo juntos, o todos los Tribunales constitucionales del mundo juntos, son incapaces de derogar la ley de la gravedad, tampoco pueden decidir que es matrimonio la unión de dos hombres o dos mujeres. Y quienes defienden esto, prestan un impagable servicio a la humanidad.
Pedro María Reyes Vizcaíno
Editor de iuscanonicum.org