La creciente secularización que se ha venido produciendo en la sociedad occidental durante los últimos años, justifica sobradamente la preocupación de la Iglesia por abrir cauces de intercomunicación y acercamiento, a ello responde la puesta en marcha de una Nueva evangelización que habrá de tener características bastante diferentes a la de otros tiempos. A tal efecto Benedicto XVI ha creado un nuevo dicasterio de la fe; además este año en curso se le ha querido dar especial significación en orden a la transmisión de la fe cristiana. Lo novedoso del caso no es que se esté hablando con insistencia de evangelización, pues ésta ha sido desde siempre misión irrenunciable de una Iglesia misionera por esencia, que es tanto como decir anunciadora de un mensaje sagrado y misterio que alberga en su seno la paradoja y el escándalo.
Por ser ello así, en el trascurso de la historia se ha visto obligada a medirse con la cultura de su tiempo; a veces ello ha sido fácil, en otras no tanto y en el momento actual ello resulta especialmente complicado; a pesar de todo la Iglesia nunca ha tenido ningún complejo en entablar dialogo con la cultura laica . En el fondo se trata de un problema de confrontación dimensional, un drama que siempre ha estado latente a lo largo de la historia, lo que hace que la fe religiosa se encuentre en permanente estado agónico de lucha, que le obliga a constantes adaptaciones y cambios, aunque eso sí, manteniéndose fiel a sus esencias. El posicionamiento religioso nunca es definitivo, nunca se puede hablar de triunfalismos, nunca se puede descansar tranquilos inmersos en formalismos prestablecidos e inmovilistas, porque la religiosidad ha de ser vivida en y desde la temporalidad con todas las limitaciones y tensiones que implica querer vivir a nivel de la tierra las realidades que están por encima.
El gran reto está en saber armonizar lo inmutable con lo mutable, la paradoja de vivir en los tiempos cambiantes una esperanza de vida intemporal. Por eso lo importante no es ya que se hable de evangelización, sino de una Nueva Evangelización que permaneciendo fiel al mensaje de Cristo acierte en las formas y estrategias exigidas por los tiempos; pero sobre todo ha de ser valiente para afrontar los retos de nuestra actual cultura que será mejor o peor, pero es la nuestra. La evangelización ha de ser nueva porque así lo exigen los cambios culturales, nueva porque es necesario rejuvenecer el rostro de la Iglesia, nueva porque hay que explorar otros métodos más eficaces y sobre todo porque que todos los católicos , también los laicos, hemos de aprender a predicar con el ejemplo. Con seguridad que este lenguaje sería entendido y habría de ser bien acogido también por los hombres de nuestro tiempo, después de haber sabido que no pueden ser salvado por la ciencia que es la última tabla a la que se habían agarrado. El hombre de la posmodernidad vive angustiado y expectante por ver si aparece alguien, que les pueda ayudar a abrirse a la esperanza, porque sin ella no se puede vivir. A este respecto Martín Descalzo, decía, que la gran enfermedad de nuestro mundo no es la crisis moral , ni siquiera la crisis de fe, sino la falta de esperanza. ¿Seremos capaces los cristianos de satisfacer estas ansias de la posmodernidad?
Desde el Concilio Vaticano II han pasado muchas cosas y nuestro mundo ya no es el que era. Los tiempos de la modernidad ya es cosa del pasado y todos los razonamientos resultan poco efectivos si no van acompañados por el testimonio de vida. Sin él nada es fidedigno para el hombre actual. En cualquier caso, el racionalismo y cinticismo radicalizados con ribetes de totalitarismo pasaron ya a la historia y donde ahora nos encontramos es en la posmodernidad de Lyotard, Levinas, Habermas y demás compañeros de viaje de la escuela de Franfurt, caracterizada por lo que se ha dado en llamar el pensamiento débil, donde ya no hay espacios para la metafísica, la religión y después de Poincaré y Göedel ni siquiera los hay ya para la ciencia física y la matemáticas. Nuestro mundo parece estar desengañado y de vuelta de todo, el hombre moderno es desconfíado, ha elegido instalarse en la relatividad y se muestra refractario a todo lo que suene a verdades absolutas e intemporales. No tiene oídos, ni tiempo para poder escuchar, lo que él califica, de teorías o metarrelatos, sean del signo que sean, lo que pide y exige no son tanto razones sino testimonios, son sobre todo actitudes, vivencias y esto hay que tenerlo muy presente a la hora de poner en práctica la Nueva Evangelización.
Hemos de partir del hecho de que todos echan de menos a Dios en algún momento de su vida, incluso el hombre posmoderno, porque es Dios y no otro quien representar el punto más alto de las posibilidades humanas, Él es quien permite al hombre adentrarse en el reino de la numinosidad. Cerrar el corazón a la llamada sobrenatural es cerrarse a la fundamentalidad de la vocación humana. La visión de un mundo desacralizado puede que sea uno de los espectáculo más dolorosos no sólo para el hombre religioso, también para quien no lo es. Ortega y Gasset, decía que ningún hombre pueda renunciar sin dolor al mundo de lo religioso. A mi, al menos, continua diciendo, me produce un enorme pesar sentirme excluido de la participación de este mundo».
Entonces ¿ Cual es la cuestión? seguro que nuestro testimonio cristiano hoy para que sea fidedigno ha de ser auténtico e ir acompañado del servicio y entrega a los hermanos . No se trata ya tanto de hablar y hablar… cuanto de hacer presente a Dios en el corazón de los hombres de hoy. Se trata de mostrarles que Cristo sigue aún presente entre nosotros; pero para ello los primeros que tenemos que tener esa experiencia hemos de ser nosotros, los cristianos del siglo XXI y una vez que tengamos esta experiencia difundirla a nuestro alrededor, aún a sabiendas que en los tiempos que corren, hacer presente a Cristo en la calle, en el trabajo, en la sociedad, en las familias no es cosa fácil, antes tenemos que liberarnos de nuestros complejos, miedos y vergüenzas, incluso tendremos que prescindir de lo que con frecuencia hemos bautizado con el complaciente nombre de prudencia
Del hombre actual se ha dicho que es un descreído , relativista, materialista, consumista; hedonista, lo que no se ha dicho es que también es muy agudo y perspicaz , que de largo distingue lo que es genuino de lo que no lo es y esto hay que tenerlo muy en cuenta cuando tratamos de testimoniar algo. La prueba la tenemos en la última experiencia acaecida en Marsella. El Padre Michel María Zanotti Sorkine, hasta hace poco, músico de cabaret y conocido ya como el nuevo cura de Ars. Este párroco está protagonizando una hermosa experiencia aleccionadora. A petición propia se hizo cargo de una iglesia en Marsella que iba a ser cerrada por falta de clientela y he aquí que en breve tiempo todo ha cambiado y ya nada es lo mismo; de tener 50 feligreses ha pasado a 700, las conversiones son constantes y la cosa va a más. ¿Cual es el secreto? nos lo dice el mismo. Propiciar el encuentro con Dios, en una iglesia de puertas abiertas y confesonarios permanentemente disponibles, hacerle presente a través de la entrega generosa, algo que en nuestro mundo cala hondo. Difícil es convencer con palabras; pero no lo es tanto mover con los ejemplos. Los hombres y mujeres de nuestro tiempo de las pocas cosas de que están convencidos es de que «obras son amores y no buenas razones». Si los católicos laicos queremos ser los apóstoles de los nuevos tiempos hemos de aprender la lección
Ángel Gutiérrez Sanz, Dr. Catedrático de Filosofía. Autor de Laicismo y Nueva religiosidad, recientemente editado por Ediciones Mensajero