Es desagradable acercarse al desaparecido cardenal Carlo Maria Martini con una disposición crítica. «De mortuis nil nisi bonum». Pero la así llamada «última entrevista» me lo pide en conciencia, por la fuerte ambigüedad de los comentarios y juicios sobre la Iglesia confiados por el cardenal al padre jesuita Georg Sporschill y a Federica Radice Fossati Confalonieri.
Por lo tanto, los temas, los legados, presentes en la mente de Martini tres semanas antes de su muerte, tal como son referidos en el texto de la entrevista, son:
- el cansancio de la Iglesia y la ausencia de ardor y de heroísmo;
- el retraso de la Iglesia respecto a la historia, por lo que el miedo prevalece sobre el coraje;
- la sencillez de corazón como criterio pastoral, incluso eclesial: «Sólo el amor vence al cansancio».
Estos indicios de espiritualidad tienen en el Martini de la entrevista al menos dos características paradójicas:
1) parecen presumir en quien habla un sufrido aislamiento, mientras esas, incluidas las duras notas reformistas y críticas, suenan reiteradamente desde hace decenios en muchas bocas, de idoneidades distintas;
2) se sirven de argumentos o de referencias teológicamente aproximativos; también esto no es nuevo y lo he hecho notar en esta página web entre el 2007 y el 2009.
Valga como ejemplo la respuesta central, la más extensa. «Ni el clero ni el derecho eclesial pueden sustituirse a la interioridad del hombre. Todas las reglas externas, las leyes, los dogmas nos han sido dados para aclarar la voz interna y para el discernimiento de los espíritus». Bello, quizás, para quien se pare en el sonido de las palabras, pero equívoco, pues la recepción de una formula de este tipo hoy no puede ser otra cosa que subjetivista: el dogma (el trinitario, por ejemplo) ¡se habría dado para «esclarecer» la voz de la conciencia individual en mí o en mi relación con el otro! No me sorprende que este registro de religiosidad tardoburguesa obtenga consenso en el «cansado» Occidente.
Pero volvamos al inicio de la entrevista. La Iglesia está vieja y cansada y la grandeza material de las iglesias, el exceso en los ornamentos, en los hábitos, la agotan. Necesitamos liberarnos de todo esto para estar, al menos, más cercanos al próximo. Si alguien tiene la heroicidad, la vitalidad de hacerlo no tiene que sufrir los vínculos de la institución. También esto es un «topos» antiguo, recurrente. Y, al mismo tiempo, es un desconocimiento de datos religiosos y católicos esenciales, como bien saben la doctrina y el discernimiento de la Iglesia sobre los carismas y la profecía.
Que las catedrales, paramentos sacerdotales y ordenamientos sean un peso para la vitalidad de la Iglesia es un pensamiento decimonónico, un poco entre el socialismo utópico cristiano y la primacía liberal de la conciencia, del sentir interno: sensibilidades distintas que suponen ambas una anterior pérdida de la verdad del signo y de lo sagrado.
Al contrario, edificios sagrados y esplendor litúrgico hablan de Dios, con un poder de trascendencia de la clausura subjetiva que ninguna palabra consoladora, ninguna «cercanía» humana tienen.
Considerar el aparecer, la manifestación visible y sacramental de la Iglesia en gran parte como «ceniza» es, entonces, un equívoco singular. La idea, extraída de Karl Rahner, de «tanta ceniza sobre las brasas» es, en sí, una metáfora ofensiva para gran parte de la Iglesia, pues hace coincidir con las «cenizas» todo, obras e instituciones, desde la jerarquía al dogma, a la caridad, para elevar arbitrariamente a «brasas» a los protagonistas de siempre, los llamados «profetas» y algunos «mártires» sociales y sus admiradores que, de hecho, ahora se exaltan antes las palabras y el legado del cardenal.
La idea, además, de las doce personas en el gobierno de la iglesia, cercanas a los pobres y rodeadas de jóvenes, «en modo tal que el espíritu pueda difundirse por doquier», sabe a utopía visionaria. La literatura del siglo XX europeo (pienso en el «Maximin» de Stefan George) está llena de jóvenes que abren la historia «nueva» con paso ligero y la mirada pura de quien no está oprimido por un pasado. Pero en la vitalidad de una tradición religiosa no es la condición de joven como tal lo que cuenta. Juan Bautista no es un profeta porque es joven.
La referencia, en la larga respuesta central, a los sacramentos como una ayuda para los hombres en los momentos del camino y en las debilidades de la vida», hace pensar en una concepción no mistérica, no ontológica, de los sacramentos: no es casualidad que la renovación litúrgica fracasara, perdiendo enseguida, después del concilio, la teología litúrgica de los Casel, los Jungmann, los Vagaggini a favor de un nuevo subjetivismo de la «participación» de la asamblea al rito.
Sobre este fondo las observaciones pastorales del cardenal siguen siendo horizontales, pragmáticas, demasiado «humanas». A esto contribuyen también las preguntas de los autores de la entrevista, donde la Iglesia se asimila a una organización que hay que «cuidar» con «instrumentos» pastorales que son, principalmente, estrategias de «dispensa» moral y dogmática.
Dejo en último lugar la ocurrencia: « La Iglesia se ha quedado atrás en 200 años». En los lejanos años Sesenta – años que en conmemoraciones del inminente cincuentenario conciliar será oportuno tratar con la severidad que merecen – símiles estereotipos eran el pan de cada día del lenguaje «reformador» y secularizado. Pero hoy, tras medio siglo de fracaso de esas teologías improvisadas y, sobre todo, tras medio siglo de aclaraciones críticas sobre la modernidad, ya no tienen sentido. El metro evolucionista que nos hace medir avances o retrocesos culturales entre contemporáneos no tiene consistencia filosófica, y la modernidad no debe gozar de ningún privilegio.
La debilidad frente a las objeciones de los modernos es un síndrome que afectó a muchos durante el Concilio. El cardenal Martini ha hablado a menudo del «no creyente» que había en él. Cierto: ¿quién no ha vivido o no vive esta dialéctica? Pero una cosa es descubrir en sí mismos las razones y sufrimientos del no creer y otra cosa es «hospedar» en sí existencialmente al no creyente, darle un espacio, dejarle ocupar legítimamente el «foro interno». Aquí está el equívoco de Martini, como de muchas generaciones e inteligencias cristianas.
Se me dice: hay que criticar a los estereotipos, no a la santa, amada persona del cardenal jesuita. Pero no se nos impide ver que esa santa persona no ha sido capaz de evitar que él mismo fuera quien propusiera a la Iglesia y a los «alejados» justamente estos respectivos enunciados que los «alejados» conocían de memoria, pues de ellos procedían.
El mismo llamamiento a no tener «miedo» de lo nuevo es uno de los más trillados, y no coincide en verdad con el memorable «no temáis» de Juan Pablo II; más bien, tiene el significado opuesto.
Confundir la solicitud y atención católica de principios, verdad y vida – piedras angulares del magisterio de los últimos Papas – con una «reacción de miedo» frente a lo nuevo es invertir la realidad.
Pietro De Marco
Publicado originalmente en Chiesa.espressso, en el blog de Sandro Magister