En la primera lectura del domingo XIX (1 Re 19,4-8), vemos como Elías, perseguido por la reina Jezabel, se siente solo y descorazonado, y desea que el Señor le quite la vida, ante lo que Dios le conforta con un alimento a la vez espiritual y material, alimento que le da fuerzas para continuar su misión.
Como el ser humano es el ser humano, muchas veces la Historia, más que repetirse se parece a lo que ya sucedió hace muchos siglos, y cuando leí este texto sobre el profeta Elías, no pude por menos de acordarme y relacionarlo con el cardenal F. X. Nguyen Van Thuan, que fue arzobispo coadjutor de Saigón y pasó unos cuantos años en la cárcel, víctima de la persecución comunista.
Él nos cuenta. “Una noche, desde el fondo de mi corazón, oí una voz que me sugería: ‘¿Por qué te atormentas así?. Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo lo que has hecho y deseas seguir haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, de hogares para estudiantes, misiones para la evangelización de los no cristianos…, todo eso es una obra excelente, son obras de Dios, pero ¡no son Dios! Si Dios quiere que abandones todas estas obras, poniéndolas en sus manos, hazlo pronto y ten confianza en Él. Dios hará las cosas infinitamente mejor que tú; confiará sus obras a otros que son mucho más capaces que tú. ¡Tú has elegido sólo a Dios, no sus obras!’”. Y también nos dice, que después de haber oído a un obispo, que pasó muchos años en la cárcel, que declaró cuando fue liberado: “He pasado la mitad de mi vida esperando”, él decidió: “Yo no esperaré. Voy a vivir el momento presente colmándolo de amor”.
Es indudable que, ante personas así, nos sentimos pequeños. Este obispo vietnamita se dio cuenta que el sentido de la vida, en cualquier circunstancia, es amar. Pero ante las injusticias tremendas de las que uno es víctima, condenado a muchos años de prisión sin ni siquiera haber sido juzgado, está claro que lo lógico es llenarse de odio, y amar no debe ser nada fácil. ¿De dónde sacaba la fuerza? Él mismo nos lo dice. De Jesús, de la Eucaristía, esa Eucaristía cuyo vino recibía como medicina para el estómago y cuyo cáliz era la palma de su mano, en la que echaba tres gotitas de vino y una de agua. Para él la Eucaristía era de verdad pan de vida y de allí sacaba fuerzas para imitar a Dios, viviendo en el amor a imitación de Cristo, sabiendo perdonar y alejando de sí la amargura y la ira.
Y ahora viene la pregunta: “¿yo, cualquiera de nosotros, en circunstancias incomparablemente más fáciles, qué hago para vivir mi elección por Dios, elección que indudablemente hemos hecho, pero a menudo de una manera increíblemente superficial?”. Recuerdo un error garrafal contra el que he tenido varias veces que protestar: “como mis comuniones son totalmente rutinarias, y a fin de mejorarlas, voy a dejar de comulgar unos días”.
Creo es una auténtica trampa del demonio; procuremos llenar de sentido nuestras comuniones, pero desde luego no dejemos de hacerlas, porque todos tenemos una tendencia a ser egoístas, a pensar sólo en nosotros, tendencia contra la que hemos de luchar, especialmente con nuestra oración, pero teniendo bien presente que para ello necesitamos la gracia de Dios, y aquí hemos de recordar que la Eucaristía es el alimento espiritual más importante en el que Cristo, muerto y resucitado, y por tanto vivo, está presente entre nosotros en una comida sagrada en el que el pan y el vino, transformados en su Cuerpo y Sangre, alimentan nuestra vidas de hijos de Dios y nos ayudan a realizar el mandamiento principal de amar a Dios, al prójimo y a nosotros mismos. La Eucaristía es el sacramento del amor y nos ayuda a realizar el amor y aprovechar así nuestras vidas.
Pedro Trevijano, sacerdote