Todo lo que no se da, se pierde
El jesuita Pierre Ceyrac volvió al Padre de las luces al alba del pasado 30 de mayo, en su habitación de Madrás, en la tierra india a la que el Señor le había consagrado desde hacía más de setenta y cinco años.
Como signo del misterioso designio divino, este sacerdote francés nació el 4 de febrero de 1914, día del martirio de San Jean de Britto (1647-1693), jesuita portugués, que dio su vida por la región Tamil, al sur de la India. En 1931, entró en la Compañía de Jesús, donde tuvo la gracia de disfrutar durante un tiempo de la compañía de Henri de Lubac, con quien se encontró en Lion. De Lubac, un día memorable, le presentó a dos de sus alumnos, Jean Daniélou y Hans Urs von Balthasar, así como al P. Jules Monchanin (1895-1957), que se preparaba para partir hacia la India. Sin embargo, el joven estudiante jesuita llegó dos años antes que él a la tierra prometida, en la que desembarcó en 1937. Posteriormente, los dos se encontraron a menudo, especialmente en el monasterio de Shantivânam, donde Monchanin seguía su vocación contemplativa en medio del hinduismo. El sacerdote mayor se convirtió en mentor espiritual del jesuita, animándolo a sumergirse en la cultura clásica de la India y sugiriéndole como divisa la petición de Ruth a su suegra Noemí: «No me obligues a abandonarte y a alejarme de ti, porque donde tú vayas iré yo, donde tú vivas viviré yo. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios» (Rt 1, 16). Bastantes años después, Ceyrac escribió sobre su maestro: «Estoy convencido de que también era su lema como misionero… Para él, la vida misionera era una kénosis y una encarnación, la elección total y para siempre de un nuevo pueblo y un nuevo país, de una nueva manera de ser y de vivir».
La herencia del P. Monchanin y, a través de él, la renovación teológica y misionológica que recorrió la ciudad de Lion en los años treinta son esenciales para comprender la formación del joven jesuita y la elección que hizo durante más de quince años de estudiar en profundidad el tamil, el sánscrito y los sistemas filosóficos indios. Ceyrac sondeó las inmensas raíces espirituales de su pueblo, el cual siempre le maravillaba. En 1945, fue ordenado sacerdote en Kurseong, en el Himalaya, y, después de una expedición a Lhasa, en el Tíbet, recibió la gracia de encontrarse con el Mahatma Gandhi al año siguiente, un encuentro inolvidable que permaneció grabado para siempre en el corazón de su compromiso espiritual y social.
En 1952, a la edad de 38 años, comenzaron los primeros quince años de su vida pública, al convertirse en capellán nacional de los estudiantes de la India. Este encargo apasionante le permitió surcar de norte a sur el inmenso subcontinente indio y descubrir la increíble diversidad de las culturas que lo forman. Muchas jóvenes existencias fueron transformadas por el testimonio luminoso de este sacerdote, pero también por su exigencia. En efecto, multitud de veces les recordó las palabras que él mismo pronunció en una reunión en Bombay, en 1958: «si olvidáis a los pobres de vuestro país, seréis gobernantes desastrosos». He aquí la razón por la que, el mismo año, el jesuita creó su primera obra, en la que la élite de los estudiantes indios se puso al servicio de los pobres, al igual que hicieron muchos jóvenes franceses que acudían cada verano a la región de los Tamiles.
Quince años después, en 1967, la vida del P. Ceyrac dio un nuevo giro. Ese año, adquirió un vasto terreno en una de las zonas más desérticas y agrestes del sur, no muy lejos de Rameswaram, lugar del martirio de San Jean de Britto. Fue el comienzo de una granja piloto que llegó a ser uno de los grandes orgullos de su obra y que permite que los campesinos locales cultiven y vendan luego el producto de su trabajo. Asimismo, se inició la operación «Mil pozos» y este nuevo compromiso social, realizado también junto a su amiga la Madre Teresa, condujo al jesuita francés a sumergirse en el sufrimiento de los intocables y su exclusión de la sociedad. La amplitud del trabajo realizado es difícilmente mensurable, pero constituyó una alianza permanente entre el P. Ceyrac y el mundo de los pobres.
En el fondo, su existencia puede describirse como un descenso prolongado al corazón del sufrimiento en el mundo. Una nueva etapa se abrió en 1980, cuando, a la edad de 66 años, el misionero dejó su lugar elegido para marchar a la frontera de Tailandia con Camboya, repleta de refugiados del genocidio de los jemeres. En el centro de una de las insondables heridas del siglo XX, Ceyrac vivió lo que él llamó una «conversión en el sufrimiento». Compartiendo la vida cotidiana de lágrimas y sangre, de bombas y de esperanzas rotas, mostró con sus compañeros una energía increíble en la preparación de un renacimiento de Camboya, fundando incluso una pequeña universidad en el corazón de los campos de refugiados. La herida camboyana permaneció para siempre en su corazón y él recibió en este trágico momento el don de lágrimas, una manifestación externa de la intensidad de la compasión que le consumía.
Cuando se cerraron los campos de refugiados en 1993, fiel al «más, más» del sueño de San Francisco Javier, trató de asentarse en los campamentos de refugiados de Ruanda, pero finalmente tuvo que regresar a la India, un país que había abandonado trece años antes, en el que apenas quedaban ya unos pocos de sus antiguos compañeros de viaje. Siguieron meses dolorosos, durante los cuales buscó una nueva dirección para su vida. Esta nueva dirección le fue dada con el encuentro con Kalai, un humilde taxista que le presentó una docena de huérfanos que estaban a su cuidado. Profundamente conmovido, Pierre Ceyrac se dejó arrastrar a esta nueva aventura. Ayudó a escolarizar a decenas de miles de niños pobres, asociando a su educación a toda una red de viudas y también de admirables jóvenes indios. Así nació el movimiento «Anbu Karangal», «Manos de Amor», al cual se añadió el cuidado de los leprosos y de todos los afectados por la poliomielitis.
Fue en esta época, en 1997, cuando conocí al Padre Ceyrac, quien marcaría una huella indeleble en mi existencia durante quince años, al conocer la inmensa alegría de poder celebrar juntos la Eucaristía y de recibir su bendición para mi vida misionera en la India y mi instalación en la ciudad santa de Benarés. En esta transmisión silenciosa de una herencia espiritual fue donde yo descubrí que la acción social del Padre Ceyrac, que nunca dejará de sorprendernos por su magnitud, estaba impulsada por una insondable vida de fe. ¡Cuántos fuimos los transformados por las Eucaristías que él celebraba en el Loyola College, la Universidad Jesuita de Madrás, donde tenía una pequeña habitación! En este oasis de silencio, entre el desfile incesante de los pobres que llenaba sus días, el sacerdote francés volvía a la fuente de todo amor, y en el cuerpo destrozado y en la sangre derramada del Señor depositaba todas las lágrimas del mundo, pidiendo al Consolador que vertiese sobre las llagas de nuestro tiempo la dulce misericordia del Padre. También nos enteramos de que, cuando estaba solo, a veces celebraba la Misa durante más de dos horas, totalmente atrapado por la inmensidad del amor divino manifestado en la Cruz, que le hizo comprender una de sus frases favoritas: «Todo lo que no se da, se pierde». Si este jesuita fue ciertamente un intelectual de altos vuelos y un increíble «trabajador social», se trataba ante todo de un hombre que llevó hasta la incandescencia su búsqueda de Dios y su amor por Cristo. ¿Acaso no deseó tantas veces terminar su vida en la Gran Cartuja, aunque reconocía que la India sería su último claustro...?
El Señor le concedió ese último deseo tanto como el de morir en pie. En 2005, una mala caída puso fin, a los 91 años, a su independencia indomable que hasta entonces le había permitido pasar casi todas las noches en los incómodos «vagones cama de segunda» de los trenes de la India. Ahora debía permanecer en el Loyola College, donde se sumergió en la oración. Allí podíamos encontrarle y nunca salía de él una queja por todas las humillaciones que tenía que sufrir. Si su memoria del presente fallaba a veces, la del pasado seguía siendo muy viva y recordábamos con él la multitud de rostros que habían tejido su vida. Sobre todo, contemplábamos en su rostro una luz indescriptible de eternidad. Todos quedaban impresionados por ella. A sus 98 años, el Padre Ceyrac se había hecho transparente al amor. En esos últimos encuentros fue cuando más nos impresionó: todo en él se había llenado de sencillez. Había alcanzado aquello para lo que el Señor le había dado misteriosamente un «poco más de vida», que él resumía con una cita de San Juan de la Cruz, «ya sólo en amar es mi ejercicio».
Fue entonces cuando recibió la última gracia que había deseado: morir en la tierra y entre el pueblo a los que se había consagrado. Así se cumplió por fin la petición de Rut, que había recibido como lema: «Donde tú mueras, moriré yo y allí seré enterrada» (Rt 1, 17).
P. Yann Vagneux, mep