Esta es una carta abierta, una queja con sordina, un desahogo tras constatar año tras año que quienes debieran llevarme a amar más a Dios y a mis hermanos, se han convertido en piedras secas, áridas. Se pasan la vida quejándose de la falta de democracia de la Iglesia, de sus riquezas, de su necesidad de cambio. Todo es hablar para criticar. Y mira por dónde cuando a uno no le gusta lo que ve, lo mejor es proponer medidas que solucionen la situación. Medidas coherentes, lógicas.
Pero no es así, las medidas pasan por ser más mundanos que un ateo guay y solidario, humanista y buena gente. Y así no vamos a ninguna parte. ¿Sería posible que los mismos religiosos agrios y desabridos que aparecen un día tras otro para hacer la cama del laicismo más casposo, pensasen en encender la llama de la fe a su alrededor?. ¿No será que son incapaces de contagiar la fe porque la mal viven?. Se trata de estar convencidos de que llevamos entre brazos un tesoro en vasijas de barro, pero un precioso tesoro. ¿Se lo creen?.
Me pregunto una y otra vez por qué tengo que leer a teólogos que no creen en la resurrección, ni en los dogmas de la Iglesia, que se pasan la vida criticando sin poner una pizca de sal en el cocido de la fe. Ese cocido que se huele, que da aroma, cuando es guisado con amor. Dar buen sabor a nuestro alrededor, ser testigos vivos de la fe, eso es lo que demanda la Nueva Evangelización. Que parece que todo se ha convertido en puro marketing vacío de contenido. Planes y deliberaciones, reuniones para tomar medidas, cuadernos con gráficos llamativos que no sirven para nada. Y exigencias a los superiores para cambios que tampoco son necesarios. Porque lo que siempre ha tratado la Palabra de Dios es hacernos cambiar por dentro a nosotros, convertirnos de verdad, hacernos nacer a una nueva vida.
Las congregaciones se quedan en números rojos, muchas de ellas al borde del precipicio. No tengo ni idea de a qué se han dedicado estos últimos cuarenta años, pero de algo estoy segura, les ha ido fatal. Y la autocrítica viene bien. Pero sobre todo una tiene la impresión de que la sociedad tal y como está ahora mismo necesita más que nunca de la vida religiosa, sea como sea. Siempre que sea auténtica, creíble. Siempre que no se pare a convertir la fe en mera solidaridad y asistencialismo, sin un gramo de esfuerzo personal para trasformar la propia vida. Dejándose moldear por la gracia, suplicando y orando porque la fe irradie.
Me da la sensación de que se han terminado por aburrir de ver como nadan contracorriente y se agotan sin resultados. Y lo único que tienen que hacer es ser, ser de verdad aquello que prometieron al Señor. Y rebosar por los bordes la alegría de llevar entre manos la mejor parte. Nadie puede evangelizar si antes no está completamente evangelizado. Y para eso nada mejor que orar con la Palabra de Dios. ¿Pero de verdad hoy están dispuestos a evangelizar?. ¿No será que pensamos en un Dios que es un Padre bueno que nos va a acoger hagamos lo que hagamos?. ¿No será que hemos terminado por convencernos de que siendo buenas personas el resto sobra?.
Y así, con esos mimbres cómo es posible evangelizar. Si no hay fuego en nuestro interior por mostrar una vida que vale la pena ser vivida. Para convencer a alguien de que algo merece la pena, se tiene que tener una buena dosis de convicción en lo que se hace. Pero si todo se ha convertido en mera rutina burocrática. En un mercadeo de las cosas sagradas, en un vivir de la palabra sin un gramo de coherencia, en un echar balones fuera; no esperemos que nadie desee acercarse a la fe, que nadie tenga ganas de conocer qué nos hace tan alegres, tan comprometidos, tan buena gente.
¡Ay de quienes se echaron atrás y desde las barricadas siguen bombardeando a la Iglesia!. ¡Ay de quienes predican una fe propia, la que ellos creen, no la que nos dejó Jesucristo!. ¡Ay de quienes buscan hacer cambios por fuera que no impliquen cambiar por dentro!. Nada de todo eso les preocupó a los santos que nos precedieron. Ellos se ocuparon de su pequeña parcela con el corazón en la mano. Y no necesitaron campañas publicitarias, porque ellos mismos reflejaban en su vida aquello que todos nosotros necesitamos reflejar: la mirada de Cristo, la pasión por la salvación del ser humano. La creencia de que somos una gota necesaria, en el desierto árido de la increencia que es el mundo.
Deseo de verdad que todos esos esforzados testigos de Cristo, vivan plenamente convencidos de que lo que llevan entre manos vale la pena. ¡Que se lo crean, leñe!.
Carmen Bellver
Publicado originalmente en Diálogo sin Fronteras