Se dice en la sabiduría popular que para medir el grado de civilización de un pueblo basta ver el modo en que trata a los ancianos. En el Antiguo Testamento numerosos textos nos indican la gran valoración y respeto que se tenía a la ancianidad por su prudencia, experiencia y sabiduría. Deuteronomio 5,16 dice categóricamente: “Honra a tu padre y a tu madre, como te ha ordenado Yahvé, para que se prolonguen tus días y te vaya bien sobre la tierra que Yahvé, tu Dios, va a darte”.
“El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus responsabilidades para con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en momentos de soledad y abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud (cf. Mc 7,10-12)” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 2218).
Este mandamiento no debe discutirse, porque es una exigencia divina, aunque es indudable que no sólo las familias tienen obligaciones con respecto a los ancianos, sino toda la sociedad. Por supuesto que las obligaciones del Estado y de las familias no son excluyentes, sino complementarias. Quien se niega a honrar a sus padres, quien se desentiende de sus obligaciones con ellos y no les da el cariño que merecen, está obrando moralmente mal, pues es un deber honrar a las personas que nos han dado la vida.
Desgraciadamente, la crisis del sistema familiar tradicional, junto con las formas de vida que exige la sociedad moderna, hacen que muchos viejos se queden solos en sus casas, sin apenas contactos con sus hijos o nietos, a los que sin embargo siguen queriendo, aunque estén prácticamente abandonados, o tienen que recurrir a vivir en residencias donde sólo conviven con otras personas mayores. La reducción del número de miembros de la familia y el trabajo de la mujer fuera del hogar condicionan en la actualidad que las personas mayores vivan con frecuencia fuera del ámbito familiar. Si además, como ocurre con frecuencia, se quedan durante años viudos o viudas, se pueden ver abocados a vivir en soledad, no sólo sin un sistema de relaciones sociales adecuado, sino lo que es peor, sin vínculos afectivos fuertes.
La incorporación de los padres ancianos, o del que está solo, a la vida familiar es una exigencia del amor y de la gratitud y lleva consigo la superación del egoísmo.
Los geriatras abogan por el cuidado de los mayores en su familia. “Hijo, sé el apoyo de tu padre en su vejez, y durante su vida no le causes disgustos. Aunque se debilite su mente, sé indulgente con él, no lo desprecies” (Eclesiástico 3, 12-13). Si los hoy ancianos se han preocupado por educar y mejorar las condiciones de vida de sus hijos, no es justo que éstos se despreocupen de su asistencia, especialmente en caso de necesidad. Como en muchas otras ocasiones de la vida, hay que buscar lo más conveniente: posibilidades reales de atención en la casa propia; las dificultades relacionales que pueden surgir por su causa, pues a veces puede ser motivo de fuertes tensiones entre los cónyuges o entre padres e hijos.
Las residencias, clínicas, hospitales, casas de acogida son instituciones que no debieran entenderse sino como una prolongación y una ayuda a la familia misma, por la necesidad que pueden tener de cuidados especiales, sin que por ello se rompan las relaciones afectivas y aunque hay que lamentar la escasez de plazas o su precio excesivo, ojalá no sean nunca un abandono más o menos encubierto, cuya causa sea la comodidad y el egoísmo.
“La marginación o incluso el rechazo de los ancianos son intolerables. Su presencia en la familia, o al menos, la cercanía de la familia a ellos, cuando no sea posible por la estrechez de la vivienda u otros motivos, son de importancia fundamental para crear un clima de intercambio recíproco y de comunicación enriquecedora entre las distintas generaciones” (Encíclica de Juan Pablo II “Evangelium Vitae” nº 94).
En Efesios 6,1-3 el honor dado a los padres es descrito como un mandamiento que da vida. Sobre la base de esta convicción, las familias cristianas deben aparecer en primera línea en el cuidado de los ancianos. Si esta atención supone una limitación en la actividad, tal circunstancia ha de entenderse no como una limitación de la libertad, sino como un reto a que nos liberemos de las estrechas miras de nuestro egoísmo, pues los cuidados que se requieren en las enfermedades y sobre todo en la fase terminal, ayudan a toda la familia a vivir los valores evangélicos y a encontrar el sentido último de la vida.
En este punto he de decir que no es raro que muchas personas que están cuidando de sus ancianos con gran generosidad, sin embargo, como nadie somos perfectos, con frecuencia tienen sentido de culpabilidad por los fallos, imperfecciones o pérdidas de paciencia que tienen con ellos. Hay que recordar a estas personas que en lo esencial no sólo están cumpliendo con su obligación, sino que están realizando una gran obra de caridad, que ciertamente Dios ve con agrado y que deben tener la satisfacción del deber cumplido.
Pero hay otras razones para honrar a los ancianos. En la Biblia la longevidad es considerada como un fruto de la benevolencia divina (cf. Génesis 11,10-32). Aunque el servicio al evangelio no es una cuestión de edad, sus experiencias de la vida pueden llevarles a afinar más su conciencia moral, dándoles una objetividad y una sabiduría que les hace buscar en todo la voluntad de Dios, haciéndose así maestros venerables de las nuevas generaciones, a las que pueden imbuir un mensaje positivo y lleno de esperanza sobre el sentido de la vida, pues la fe en Dios lleva consigo la fe en la vida, llenando así de sentido la última etapa de nuestra existencia.
P. Pedro Trevijano, sacerdote