El cardenal Tarancón era un gran ser humano. No me voy a centrar en sus virtudes, porque este campo daría para mucho, hoy prefiero concentrarme en sus defectos. Tengo por norma no criticar a los eclesiásticos. Y no hago excepción, salvo que las condenas de Roma se acumulen sobre el sujeto. En cuyo caso me siento autorizado a atizar un poco más el fuego. Pero con el cardenal es distinto. Murió hace mucho y ya es objeto de frío análisis. Tener caridad con él, sería como tener caridad de Napoleón.
El cardenal siempre actuó de buena fe, siempre creyó estar en la línea del Concilio Vaticano II. Estar en esa línea le convenció de que hacía lo correcto. Fue un hombre tolerante, dialogante y amante de la libertad. Pero eso sí, sólo con los progresistas. A todo aquello que le pareciera conservador, le aplicaba jarabe de palo.
Siempre medio cerró los ojos con sus buenos hijos liberales. Mientras no quemaran la iglesia, podían hacer lo que quisieran dentro de ella. Pero con los obedientes hijos amantes de la tradición fue implacable.
El Cardenal Tarancón fue una especie de héroe para muchos obispos españoles de los años 70 y 80. Gozó de todos los elogios posibles por parte de los políticos. Respetadísimo en la Curia Romana, amado por los partidos de izquierda, y todo así. Pero la Historia iba a portar su venganza del modo más inesperado: Juan Pablo II.
El Papa polaco conoció muy bien al cardenal en cuestión. Apenas han trascendido los detalles del pésimo pensamiento de Juan Pablo II acerca de Tarancón. Hace pocos meses apareció en la prensa una columna de Enric Juliana tratando este tema. No era ninguna revelación nueva, basta leer las memorias de Tarancón, para darse cuenta por sus silencios de lo que pensaba de Juan Pablo II. Yo tengo la información personal (y no publicable) procedente de un obispo que me explicó algunos pormenores de esto de lo que hablo. Lo cierto es que Juan Pablo II tuvo muy claro que los juicios de Dios no son los juicios de los hombres. Tuvo muy claro que la dinámica promovida por Tarancón llevaba a la Iglesia a su destrucción. Tarancón como ser humano podía ser muy sociable, agradable y dialogante, pero como gobernante de la Iglesia siguió un camino equivocado.
Dos hombres, dos diócesis. Baste ver cómo dejó la diócesis el Cardenal de Toledo y cómo dejó Madrid el Cardenal Tarancón. Y estamos hablando prácticamente de los mismos años y con clero similar. Las dos diócesis estaban geográficamente colindantes, eclesialmente estaban a varios años luz.
No escribo estas líneas con ningún afán de revancha. No tengo nada personal contra Tarancón. Siempre me gusta hablar bien del clero. Pero no debemos dejarnos engatusar por cantos de sirenas. Porque esos mitos ficticios pueden tener su influencia en el presente. Hay que decir las cosas bien claras: el desembarco de Tarancón en Madrid supuso el triunfo absoluto de las tesis eclesiales más extremistas.
Porque el cardenal de la libertad y la tolerancia supuso un terremoto espiritual que dejó en ruinas al edificio invisible de la Iglesia durante una generación entera. Otra hubiera sido la historia si don Marcelo hubiera sido el arzobispo de Madrid. Ya no digo nada si lo hubiera sido Monseñor Guerra Campos. Pero Tarancón promovió a grandes puestos de la archidiócesis a un nutrido número de presbíteros que se emplearon a conciencia en el arte de la demolición.
Me ahorro los dolorosos detalles de la historia de cómo muchos lobos pasaron a cuidar de las ovejas. No entro en los detalles que nos darían la escalofriante magnitud de la destrucción. Pero una generación después ya va siendo hora de que empecemos a llamar las cosas por su nombre.
Libro de memorias
Después, en su libro de memorias, el cardenal hizo un apoteósico ejercicio de amnesia. Yo me leí el aburrido e interminable libro, página a página, preguntándome una y otra vez si nos diría algo de cualquier tema que realmente importara. Pero no. En un continuado ziz-zag evitó cualquier tema conflictivo. Pero no me defraudó a mí, sobre todo defraudó a los suyos. Pues en definitiva lo que venía a decir en cada asunto tratado de refilón, era: yo no fui como imagináis, era mucho más conservador de lo que pensabais.
Pero un libro no arregla una vida. Madrid en los años 80 era una archidiócesis inmersa en un proceso jacobinita que anunciaba los peores brumarios. De todas maneras, aquello no estalló porque los buenos sacerdotes seguían en sus puestos: obedientes, leales al Magisterio, haciendo lo que tenían que hacer. Pero si ese gobierno de la archidiócesis se hubiera prolongado diez años más, indudablemente, que no le quepa la duda a nadie, la archidiócesis hubiera saltado por los aires. Afortunadamente, el clero muestra una fuerte tendencia a la longevidad. De forma que muy a pesar de la Revolución Taranconiana seguían quedando infinidad de buenos presbíteros. Los progresistas daban a estos por casos perdidos. Pero, madre mía, ¡lo que viven los curas tradicionales! Parece que ahora les daba por vivir más que nunca.
Para acabar de arreglar el mal panorama para los progresistas, había que contar con que las bajas por secularización entre los liberales eran escalofriantes. Entre las defecciones de unos y la longevidad de los otros, la cuentas no acaban de cuadrar. Aquello parecía como una maldición de Tutankamón. Entre los exaltados, las bajas en combate eran mayores que en el Frente Oriental en la Segunda Guerra Mundial.
Así estaban las cosas, cuando Tarancón tuvo que presentar la dimisión en plena posesión de sus facultades físicas, mentales y cardenalicias. Se retiró en su tierra, Burriana. Menos mal, porque suelto por Madrid, hubiera sido como el Octavo Pasajero en la nave Nostromo.
Estoy seguro de que a Tagliaferri, el nuevo nuncio, Burriana le parecía demasiado cerca de Madrid. Él hubiera preferido que el cardenal se fuera a ejercer su ministerio a Trinidad y Tobago. Aprenda inglés, aprenda inglés, es la lengua del futuro.
P. José Antonio Fortea