Ocurrió un viernes como otros tantos, en Filadelfia (USA), cuando llevaba la comunión a los enfermos católicos de uno de los hospitales de la ciudad. Iba por uno de los pasillos de aquel lugar cuando vi a un médico rodeado de un nutrido grupo de estudiantes de medicina que le seguían en la visita a los enfermos. Cuando llegué a la altura del grupo, el médico -profesor en la facultad de medicina de una de las universidades locales- se dirigió a mí en inglés. “Perdón, Padre”, y dijo a los estudiantes: “En un hospital nosotros médicos somos importantes pero el sacerdote es más importante todavía, nosotros curamos el cuerpo pero ellos curan el alma” y me dijo: “Muchas gracias por su trabajo”. Yo a mi vez le di las gracias por sus palabras y me marché por el pasillo, sorprendido y confundido pero en el fondo contento, no por la alabanza a los sacerdotes sino por el hecho de unas tales palabras, en una institución laica, por parte de un científico, y en plena campaña mediática sobre la pederastia de los curas, era el año 2003.
Ha tenido que venir la prestigiosa revista Forbes a decir a los cuatro vientos que los sacerdotes somos los “profesionales” más felices dentro del amplio espectro laboral, para que muchos se enteren de esa realidad que nosotros vivimos cada día, la alegría de nuestro ministerio. La explicación a dicha felicidad, según el diario español El Mundo, es que se ha valorado la “autonomía e interacción” del trabajo sacerdotal. Bueno, llámele como se quiera, el caso es que sí, en general los sacerdotes somos no solamente felices, sino según los estudios y encuestas, los más felices de entre los hombres. La revista Forbes está haciendo, sin saberlo y sin pretenderlo, una especie de anuncio vocacional bastante interesante.
En el estudio se equiparan a los sacerdotes con los ministros protestantes. Bueno, así al menos los que compadecen al clero católico por no poder casarse, los falsos buenos samaritanos que querrían aliviar las supuestas cargas de los sacerdotes anulando el celibato –muchos de ellos curas secularizados que en todo este asunto vierten sus frustraciones personales– se puede enterar a través de este estudio hecho imparcialmente de que los sacerdotes casados no están más contentos que los célibes, vaya, que nosotros no necesitamos casarnos para ser felices.
Cuando uno mira hacia atrás, que ya se van acumulando años de sacerdocio, sin duda recuerda muchos momentos de gran alegría sacerdotal, tan hermosos que superan con mucho las pocas penas que también haya podido haber. Son alegrías que la revista Forbes no podrá nunca conocer y que probablemente tampoco sabría valorar, y que tienen una profundidad espiritual infinitamente más profunda de la “autonomía e interacción” esas que intentan expresar lo que es difícil de expresar. Alegrías que saben mucho a cielo, porque en el fondo son un anticipo de la alegría total que será el paraíso, pero a la vez son muy discretas, muchas veces nadie se entera de ellas más que el mismo sacerdote.
Cada sacerdote podría contar infinidad de estas alegrías, pero normalmente no lo hacemos, están grabadas en el corazón y ahí quedan, algunas difícilmente se olvidan. Hoy me vienen a la cabeza algunas, pero son nada más que gotas de agua en un gran océano:
—De las primeras, recién ordenado sacerdote, visitando enfermos con las Hermanitas de la Cruz por las calles del centro de Roma, me llevaron a ver a una señora que llevaba más de 30 años tumbada en una cama, boca abajo, sin poderse valer. Cuando era joven, en una operación sin importancia le pinzaron por error la médula y la dejaron inválida para siempre. Estaba a punto de casarse, pero su novio la dejó y quedó sola, cuidada por sus padres mientras vivieron y después por las vecinas y por las Hermanitas. Aquella mujer que meses después moriría tenía una fe tan profunda, le daba gracias a Dios por su vida con tanto amor y manifestaba una esperanza del cielo que aquel joven sacerdote que era yo aprendió en pocos minutos de modo práctico lo que en los libros había estudiado en modo teórico durante años.
—En fecha cercana a este hecho, las Hermanitas cumplían un cierto aniversario de su presencia en Roma y la gente del centro histórico –artesanos, dueños de restaurantes, restauradores de muebles, todos romanos tradicionalmente un poco anticlericales, para nada practicantes en lo religioso– le dice a las monjas que les quieren hacer un regalo por su aniversario. Las monjas responden que el mejor regalo es que se confiesen todos y comulguen en la Misa del aniversario. Pues tanto querían a las Hermanitas que se confesaron todos y comulgaron, por las monjitas hacían lo que hiciera falta.
—Durante estos años, tantas personas que se han acercado a Dios, auténticas conversiones de personas muy alejadas, jóvenes que se han planteado la vocación y algunos han llegado a dar una respuesta afirmativa a Dios, parejas que han decidido luchar por salvar su matrimonio y con la ayuda de Dios lo han conseguido, personas que han perdido seres queridos de modo muy dramático y han encontrado consuelo en la fe, adultos que han venido a pedir el bautismo porque nunca fueron bautizados, tantas personas que cada día hacen el bien a los demás en la parroquia de modo sacrificado y nos dan ejemplo a nosotros sacerdotes, etc.
—Una del año pasado, que me sorprendió porque creía que la gente hacía poco caso a las homilías. El día antes de Navidad se me acerca una señora de la parroquia y me dice: “Padre, he hecho lo que Ud. nos dijo”, cosa que por supuesto no supe en ese momento a que se refería. La señora continuó: “Nos dijo en adviento que había que preparar el camino al Señor y si estábamos peleados con alguien había que reconciliarse. Pues me hice fuerza y llamé a una hermana que hacía muchos años que no hablaba por problemas de herencia, y hemos hecho las paces”. Por lo que me volvió la confianza en lo que puede hacer el Espíritu Santo incluso a través de un mediocre predicador.
—De las penúltimas, se acerca una señora con un niño en un carrito y me pregunta que si no me acuerdo de ella, a lo cual respondo que no, porque normalmente no me quedo con las caras, defecto que con los años se agudiza. Era una señora a la que el médico había anunciado meses antes que no podría quedarse embarazada, que después de muchas pruebas no había nada que hacer, y yo le di una estampa de la madre Maravillas de Jesús, primera santa de nuestra diócesis, invitándola a que se encomendase a ella. El embarazo vino enseguida y la prueba estaba en el niño que traía.
—De las últimas, hace unas semanas: Estábamos cerrando la parroquia el vicario de mi parroquia y yo un domingo después de las Misas cuando se acerca un hombre de mediana edad y nos explica que lleva muchos años viviendo con su pareja y de pronto, a raíz de la visita del Papa a Madrid, simplemente viéndolo por la tele, han decidido que ya era hora de arreglar las cosas con Dios y que quieren casarse por la Iglesia. Ahora vienen a Misa todos los domingos y están en un grupo de adultos.
Sería para escribir mucho más, porque las alegrías de un sacerdote son numerosas, siento que en ellas aparezca el abajo firmante, pero son experiencias personales, cada uno podría contar muchas de ellas. Como decía, son discretas, no llaman la atención, probablemente ni al que las lea escritas, pero se van acumulando y el resultado lo acaba conociendo hasta la revista Forbes: Los sacerdote somos felices.
+ Alberto Royo Mejía, sacerdote