Una de las lecturas que más me han impresionado en estos últimos tiempos ha sido este párrafo del cardenal vietnamita F.X. Nguyen Van Thuan (creo que ya es beato), poco después de su detención por las autoridades comunistas: “Una noche, desde el fondo de mi corazón, oí una voz que me sugería: ¿Por qué te atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo lo que has hecho y deseas seguir haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, de hogares para estudiantes, misiones para evangelización de los no cristianos… todo eso es una obra excelente, son obras de Dios, pero ¡no son Dios! Si Dios quiere que abandones todas estas obras, poniéndolas en sus manos, hazlo pronto y ten confianza en Él. Dios hará las cosas infinitamente mejor que tú; confiará sus obras a otros que son mucho más capaces que tú. ¡Tú has elegido sólo a Dios, no sus obras!” Este párrafo nos lleva ciertamente a un interrogante: ¿qué es lo que Dios espera de mí y de los demás?
Ratzinger por su parte nos dice: “El problema central de nuestro tiempo es la ausencia de Dios y por ello el deber prioritario de los cristianos es testimoniar al Dios vivo. Hemos de hacer presente en nuestra fe, en nuestra esperanza y en nuestra caridad, la realidad del Dios vivo. Si hoy existe un problema de moralidad, de recomposición moral en la sociedad, en mi parecer deriva de la ausencia de Dios en nuestro pensamiento, en nuestra vida. Hemos dejado de atrevernos a hablar de la vida eterna y del juicio. Dios se ha vuelto para nosotros un Dios lejano, abstracto. Si en nuestra vida de hoy y de mañana prescindimos de la vida eterna, todo cambia, porque el ser humano pierde su gran honor, su gran dignidad. No tenemos necesidad de una Iglesia más humana, sino de una Iglesia más divina; sólo entonces ella será verdaderamente humana”. No nos olvidemos que es en el encuentro con Dios, que se realiza fundamentalmente a través de los sacramentos, el que lleva al hombre a un encuentro más profundo con Dios, y por tanto a ser más hijo de Dios y a un progreso en su humanización.
Recordemos que Jesús empieza su predicación así: “Está cerca el Reino de Dios. Convertíos”(Mc 1,15), lo que significa sencillamente que Dios está cerca de nosotros, y nosotros de Dios. Recuerdo que cuando estudiaba Teología, no pude por menos de pensar, que estudiando a Dios, aprendías un montón de cosas sobre el hombre. Conocer a Dios es lo más práctico y urgente, y si creemos, ello transforma nuestra vida. Jesús mismo, todo su obrar, enseñar, vivir, sufrir, resucitar y permanecer entre nosotros es la buena noticia del evangelio. Evangelizar significa dar a conocer a Jesús a la gente, mientras por la catequesis desarrollamos el proceso fundamental de la evangelización dando a conocer a Jesús y acostumbrándonos a vivir y pensar en la comunidad de los discípulos, en la Iglesia.
El verdadero cristiano es el santo, el seguidor de Jesús, el que desea hacer la voluntad de Dios, aunque también esté convencido que como lo que Dios desea es lo mejor para nosotros, nuestra manera de realizarnos como personas es una relación viva con Dios, queriéndole y obedeciéndole. La fe consiste en confiar en que puedo ponerme en manos de Dios y que ello va a tener efector muy positivos en mi vida. La Iglesia y los cristianos no podemos hablar sólo de fe, sino sobre todo hemos de vivirla.
Dios es algo necesario para el hombre. De Él viene la salvación y sigue actuando en el mundo por su gracia, lo que significa para nosotros recibir el don de la esperanza. El más allá forma parte de la perspectiva vital del cristiano. Nos lo jugamos todo a una carta: la resurrección de Cristo. Como dice san Pablo en 1 Corintios 15: Si Cristo no ha resucitado, tampoco nosotros resucitaremos, nuestra fe es vana, somos los más desgraciados de los hombres y, si los muertos no resucitan, comamos y bebamos que mañana moriremos. Pero la resurrección de Cristo transforma todo y nos llena no sólo de esperanza, sino también de alegría.
P. Pedro Trevijano, sacerdote