Se ha celebrado durante estos días en México la 17ª Conferencia Internacional del SIDA, con la participación de más de 20.000 expertos en el tema. La enfermedad ha alcanzado cifras alarmantes –más de 33 millones de contagiados-, han muerto más de 2 millones de personas en 2007 y en ese mismo año lo han contraído de nuevo 2,5 millones de personas. Nunca ha habido una peste tan desorbitada, que amenaza al mundo entero. En España, cada día contraen esta enfermedad 20 nuevos jóvenes. Son fuentes de contagio las trasfusiones de sangre, las jeringuillas infectadas, pero sobre todo las relaciones sexuales entre contagiados. Hay abundante información sobre el tema en: http://www.aciprensa.com/sida/
¿Qué hacer ante esta epidemia? –En primer lugar, atender a los enfermos. La Iglesia Católica atiende a la cuarta parte del total de los afectados en el mundo entero. No puede decirse que la Iglesia Católica se desentiende del tema. Como en tantas otras enfermedades, incluso contagiosas, el amor de Cristo ha llevado a atender con riesgo de la propia vida a las personas afectadas. San Luis Gonzaga, San Camilo, San Damián de Molokai, y tantísimos otros cristianos han muerto por atender a los enfermos contrayendo ellos mismos la enfermedad (peste, lepra, etc.) de aquellos a quienes cuidaban. También a los enfermos de SIDA los ama la Iglesia y los cuida con amor, tanto a los que lo han contraído sin culpa ninguna, como a los que han sido unos golfos en su vida anterior. En los enfermos, la Iglesia descubre el rostro sufriente de su Señor.
Pero la batalla está en la prevención del contagio. La postura más frecuente es la de propiciar el “sexo seguro” mediante el uso del preservativo. La Iglesia católica, sin embargo, propone otros caminos más positivos. Y eso le lleva a situarse contracorriente, buscando el bien integral de las personas. El preservativo es un tapón, no siempre eficaz. La propuesta debe llevar a educar en el amor verdadero.
La sexualidad no es un juguete. La sexualidad es la expresión carnal del amor humano, que Dios ha puesto en el corazón humano. Y este amor está reservado para la relación de los esposos, varón y mujer, dentro del matrimonio. Fuera de este contexto, la sexualidad se convierte en una bomba de mano, que le puede explotar en la cara de quien la usa indiscriminadamente. Por eso, en éste campo del SIDA, como en todos los que incluyen el recto uso de la sexualidad, la Iglesia presenta la propuesta del amor verdadero, que lleva consigo una buena educación en la virtud de la castidad.
No se puede proponer a los adolescentes y jóvenes el uso sin freno de su propia sexualidad, en aras de una mayor libertad. Eso de entrada gusta a los oídos, pero por este camino, el hombre se hace esclavo de sus propios egoísmos y no aprenderá nunca a amar de verdad. En muchos programas actuales de “educación sexual” se propone y se incita al uso de la propia sexualidad sin otro límite que la seguridad sanitaria, el “sexo seguro” sin más. De esta manera, nuestros jóvenes se inician cada vez más precozmente en la actividad sexual, se multiplican tales relaciones, al tiempo que su corazón va vaciándose de ideales y proyectos que llenen toda su vida. Curiosamente, las cifras de contagio del SIDA se disparan con estas propuestas. Por este camino vamos a la ruina moral.
La Iglesia, sin embargo, propone la abstinencia de tales relaciones y la fidelidad a la propia pareja dentro del matrimonio. Experiencias concretas como la de Uganda, donde a través de los hospitales católicos se ha puesto en práctica esta propuesta, han reducido las cifras del SIDA del 80% al 10%. Ningún otro programa ha conseguido una reducción tan drástica. La solución del SIDA no vendrá por las medidas profilácticas que puedan emplearse, aunque sean perfectas. La solución de SIDA vendrá por atenerse al plan de Dios, que ha dotado al hombre (varón/mujer) del don de la sexualidad para expresar el amor verdadero. Aprender a amar es la verdadera educación. De ahí brotará el recto uso de la sexualidad que construye a la persona. Esta es la solución, y urge enseñarla a los jóvenes concretos que conocemos, antes de que sea demasiado tarde.
Con mi afecto y bendición:
Demetrio Fernández, obispo de Tarazona