Seguramente para todos los que hemos tenido ocasión de conocer al P. Fernando Karadima la noticia de su sentencia definitiva no ha podido sino ser fuente de gran dolor. Así lo expresaba el Sr. Arzobispo de Santiago: «esto ha sido lo más doloroso de mi vida de obispo». Además del natural dolor por las víctimas y la compasión por ellas, que es lo primero que seguramente viene al corazón de todo católico, se une la tristeza por ver a un sacerdote caer en pecados de esta naturaleza.
Junto a esto, seguramente muchos sentirán gran confusión. El P. Fernando tuvo un ministerio sumamente fecundo. ¡Cuántos sacerdotes y obispos ha suscitado Dios por medio de él! ¡Cuántos jóvenes que semanalmente se reúnen en su parroquia para oír hablar de Jesucristo! ¡Cuántos matrimonios que han recibido allí la gracia de vivir santamente esta vocación! ¿Cómo es posible que tantos frutos hayan salido de un sacerdote de quien tan graves cosas se dicen?
Luego de casos como éste, no es solo el P. Fernando y los sacerdotes de la Unión Sacerdotal que él dirigía quienes se ven “manchados” en su reputación. De algún modo, ante la vista del hombre de la calle ningún cura es ya digno de confianza.
He resumido, brevemente, las que creo pueden ser las impresiones fundamentales que surgen a partir de la noticia. Todo eso es verdad. Sin embargo, hemos de tener visión cristiana ante las cosas. No hay que olvidar nunca que todo sucede para bien de los que aman a Dios (Rm 8,28). Y todo quiere decir “todo”.
En primer lugar, para los sacerdotes o para quienes somos llamados a ese ministerio, esto es una profunda llamada a la santidad. Creo que es lo más importante que se puede decir. El sacerdote es llamado a una profunda intimidad con Jesucristo, a vivir esponsalmente con Él. El secularismo moderno ha hecho del sacerdote un trabajador. Si el cura no viste ya de cura, es porque cree que no se diferencia del resto de los mortales en nada. Tiene su trabajo, igual que los demás. “Hace misa”, confiesa –si acaso–, bautiza, predica, visita a los enfermos, ayuda a los pobres, etc.
Sin embargo, no hay que olvidar nunca que eso no es lo esencial del sacerdocio. En la ordenación el ministro es configurado con Cristo… se le da una participación más perfecta en el misterio de la Encarnación, por el cual Jesucristo es constituido Sumo y Eterno Sacerdote. Esto es lo esencial… y solo viviendo esta dimensión más profunda se sustenta todo el ministerio. Fundado solo en lo exterior, el sacerdote no encuentra la plenitud de su vida. Precisamente, por esta razón debe buscar “escapes” a ese vacío que experimenta.
Por tanto, como decía, es en la unión esponsal con Jesucristo, en una profunda vida de oración y comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que el sacerdote puede vivir con plenitud su vocación y, por tanto, su celibato. Por eso hay que aumentar cada día las oraciones, para que el Señor nos conceda santos sacerdotes, que vivan fielmente su ministerio, fundados en una profunda vida espiritual. Seguidores de Cristo y plenamente identificados con Él a quien predican. El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús. Brota del costado traspasado de Cristo en la Cruz. Mirando, pues, a ese Corazón Sacratísimo lleno de amor y misericordia encuentra el sacerdote la razón última de su ministerio, de su fecundidad y de su fidelidad.
Un segundo aspecto que podemos considerar a la luz de este caso es cuán cierto es aquello de que todo el bien procede de Dios y el mal de nosotros. La tentación del orgullo humano es creer que cuando las cosas van bien se debe a nuestros esfuerzos, a nuestra gran planificación u organización, a nuestra gran santidad… pero nada de eso es cierto. Es Dios quien obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito (Flp 2,13), en Él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,28). El Sacerdote es canal por donde pasa la gracia de Dios. No es la fuente, ni el propietario. Casos como este nos lo hacen ver clarísimamente. Es Dios quien hace la obra. Es cierto que, de ordinario, lo hace por medio de santos varones. Pero en ocasiones Él mismo elige hacerlo por medio de ministros indignos, para que mejor comprendamos que la acción es Suya.
Esto último nos debe también hacer ver que no hay que poner la confianza en los hombres, sino solo en Dios. El sacerdote es el medio por el cual yo voy a Dios, no el fin. Por eso, aun cuando estas situaciones duelan e impresionen, no hacen temblar nuestra fe. Nunca tuvimos fe en el P. Fernando, la teníamos y la tenemos en Dios nuestro Señor. Confiando en Él, buscándole a Él, es como hallaremos la perfecta quietud en medio de las vicisitudes del mundo y de la Iglesia.
La gran tentación que podemos tener, en situaciones así es, de parte de los laicos, una desconfianza hacia todos los sacerdotes; de parte de éstos, una escrupulosidad infecunda y paralizante, que impida ejercer adecuadamente el ministerio. Es verdad que, ahora más que nunca, hay que estar en guardia. Pero eso no nos puede hacer perder hacia el sacerdote la visión sobrenatural. Cuando celebra la Misa, no lo hace en nombre propio, sino de Cristo. Cuando confiesa, es Cristo quien confiesa. Junto a esto, hay que evitar generalizaciones. Como es obvio, el hecho de que uno, o cinco, o diez sacerdotes cometan delitos, no vuelve delincuentes al resto. No podemos permitirnos apartarnos de la fuente de la gracia –que son los sacerdotes– por temor. Hay que aumentar la precaución y, sobre todo, la oración.
El domingo celebraremos la fiesta del Corpus Christi. El Beato Juan Pablo II, en su encíclica Ecclesia de Eucharistia, recordaba que no hay Iglesia sin Eucaristía y no hay Eucaristía sin sacerdocio. Ante el Corazón Eucarístico de Jesús, fuente del sacerdocio, pidamos en ese día por la santidad sacerdotal. Aumentemos nuestras oraciones, para que el Señor envíe más y mejores sacerdotes, que haya muchos y santos ministros de Jesucristo en el mundo. Hagamos, también nosotros –como invitaba el Papa en su carta a los católicos de Irlanda –una vida de oración y penitencia: por las víctimas de abusos, por el P. Fernando Karadima y los sacerdotes que han sido acusados de crímenes, por todos los sacerdotes y seminaristas.
A María Santísima, Estrella de la mañana y luz de la Iglesia Universal, encomendamos especialmente estas intenciones y nos acogemos a su maternal intercesión.
Un seminarista chileno