Se acercan los días santos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús en Jerusalén. La Iglesia trae hasta nosotros aquellos acontecimientos históricos que por medio de la celebración litúrgica se nos hacen contemporáneos, para que los vivamos en directo haciéndonos coprotagonistas de los mismos y recibiendo el fruto de la redención.
Cristo crucificado vuelve a ser en estos días centro de atención de todos los creyentes. “Cuando yo sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mi” (Jn 12,32), dijo Jesús refiriéndose a la muerte en cruz que había de sufrir.
En la cruz se muestra de manera asombrosa el amor de Dios Padre a los hombres: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). El Dios que Jesús nos ha revelado es un Dios compasivo del hombre y de su desgracia. No se aleja, sino que se acerca más y más en busca del hombre, perdido por el pecado. Espera a la puerta del corazón del hombre, respetando su libertad, y queriendo entrar para hacerle partícipe de sus dones. El Dios que Jesús nos ha revelado no es un Dios vengativo, justiciero, enfadado con el hombre. No. Es un Dios que sufre con el hombre las consecuencias del pecado de los hombres. A Dios le duele que sus hijos se alejen de Él y por eso, ha enviado a su Hijo único para que salga a nuestro encuentro.
En la cruz, Jesús hace de su vida una ofrenda de amor al Padre. Obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, Jesús ama al Padre y quiere reparar todas las ofensas de todos los hombres de todos los tiempos. También las mías. La llama de amor del Espíritu Santo abrasa el corazón de Cristo, haciendo de él una ofrenda preciosa para la redención del mundo. Él ha cargado con nuestros pecados, “-cordero de Dios que quita el pecado del mundo”- y nos ha reconciliado con el Padre y con nuestros hermanos los hombres. En la cruz, Jesús manifiesta el amor más grande: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13), en incluso por sus enemigos: “La prueba de que Dios nos ama es que siendo nosotros pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5,8).
Desde la cruz, Jesús nos ha enseñado a amar de una manera nueva, hasta dar la vida en ofrenda de amor al Padre y para bien de los demás. La cruz es el sufrimiento vivido con amor. El sufrimiento solo, acaba por desesperar y derrotar a cualquiera. El amor tiene muchas maneras de expresarse, y no todas adecuadas. Sólo el amor que se expresa en el sacrificio es el auténtico. Sólo el sufrimiento vivido con amor es valioso. Esta manera de amar la aprendemos en la escuela de Jesús. “Si alguno quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Lc 9,23).
Mirar al Crucificado es poner ante nuestros ojos la máxima expresión del amor, para sentirnos amados y para aprender a amar. Santa Teresa de Jesús escribía a sus monjas en su libro Camino de perfección y les decía: “No os pido que penséis mucho… tan sólo os pido que le miréis” (CP 42,3). Mirar al Crucificado en estos días de pasión, mirarlo para seguirle de cerca, mirarlo para entender tantas cosas que no entendemos de nuestra vida, mirarlo para aprender a ser discípulo suyo. “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37; Zac 12,10), pues fueron nuestros pecados los que le trajeron tanto dolor, pero ha sido su amor el que nos ha traído la salvación. Mirar con amor al que desde la Cruz tanto nos ama, nos traerá a todos la salvación.
Con mi afecto y bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba