Queridos sacerdotes concelebrantes; queridos donostiarras y devotos de San Sebastián; estimadas autoridades, ¡y un saludo muy especial a todos los que habéis querido retornar a vuestro “txoko” natal con motivo de las fiestas!:
Celebramos un año más la fiesta del Santo Patrono de nuestra ciudad, que a su vez es el titular de la Diócesis de San Sebastián. Hoy es un día de alegría y de encuentro entre todos los donostiarras, sin que eso suponga que la invocación a nuestro Patrono, haya de ser entendida como un mero marco, al que acudimos como excusa introductoria de nuestras fiestas. La dimensión lúdica de la fiesta patronal es una expresión de la dimensión cultural de nuestro pueblo. Y a su vez, esa cultura está fundada y entroncada en una tradición religiosa. Decía nuestro querido Juan Pablo II, cuya beatificación ha sido recientemente anunciada para el próximo 1 de mayo, que “una fe que no se hace cultura, es una fe no suficientemente acogida”.
Fijamos nuestra mirada en San Sebastián, porque somos conscientes de que nuestra cultura tiene unas profundas raíces cristianas, y también porque en la figura de los mártires descubrimos una llamada a purificar los ideales que orientan nuestra vida.
En efecto, los mártires son el mejor antídoto contra la tibieza y la mediocridad. Decía la Madre Teresa de Calcuta que la “indiferencia” es el mayor de los males. Pues bien, la entrega que los mártires han hecho de su vida, testimonia que existen ideales demasiado grandes como para regatearles el precio. El hecho de que San Sebastián prefiriese la muerte, antes que renunciar a su fe, proclama ante el mundo no sólo la grandeza de Dios, sino también la dignidad del ser humano.
La espiritualidad martirial es inseparable de la esperanza. De hecho, aunque todos soñamos con la construcción de un mundo más justo, sin embargo, solamente seremos capaces de transformar el mundo, en la medida en que no nos dejemos arrastrar por él. Dicho de otro modo, sin la determinación y la fortaleza de los mártires, no existe auténtica esperanza.
Queridos donostiarras, con motivo de nuestras fiestas patronales, hemos solido elevar nuestras plegarias a Dios, por intercesión de San Sebastián y de la Virgen del Coro, pidiendo el “don de la paz”. Este año estamos celebrando a nuestro Patrono San Sebastián, a los pocos días de que la organización terrorista ETA haya hecho pública una declaración de tregua, y cuando aún la sociedad vasca reflexiona y debate en torno a esta cuestión. Nuestra sociedad ha experimentado unos sentimientos ambivalentes ante ese anuncio: la alegría y la esperanza por el alto de la violencia, pero también la decepción por la oportunidad perdida, cuando muchos esperaban la desaparición definitiva del terrorismo.
Todos nosotros, sin excepción, tenemos que hacer nuestra contribución a la paz: La clase política, las fuerzas de seguridad, el sistema judicial y penitenciario, los medios de comunicación, la Iglesia… y todos los ciudadanos. El mayor aporte que podemos hacer cada uno de nosotros a la causa de la paz, es vivir con intensidad y fidelidad, al servicio de la sociedad, la vocación que Dios nos ha dado a cada uno: Los políticos, en la búsqueda del bien común; los magistrados discerniendo con independencia y conforme a criterios de justicia y equidad; los cuerpos y fuerzas de seguridad, luchando honesta y eficazmente contra el crimen; el régimen penitenciario, caminando hacia una justicia restaurativa; los medios de comunicación, informando con objetividad y espíritu constructivo… ¿Y la Iglesia? ¿Qué cabe esperar de la Iglesia en el momento presente? ¿Cuál es su contribución principal en un proceso de pacificación y de reconciliación?
Sin duda alguna, la mayor contribución de la Iglesia a la paz, es la llamada a la conversión, que incluye el arrepentimiento y la petición de perdón. Es muy difícil, por no decir prácticamente imposible, alcanzar la deseada paz, sin un verdadero arrepentimiento por la violencia y los daños causados. La paz no tendría unas bases firmes si estuviese fundada en meros cálculos estratégicos de efectividad. No podemos aceptar el pensamiento de quienes afirman que la violencia tuvo su razón de ser en otro contexto, pero que en el momento presente ha dejado de tenerlo. Quienes así sienten y piensan, no sólo corrompen el mismo concepto de la paz, sino que la fundan sobre bases inestables.
Por el contrario, si la violencia no tiene razón de ser hoy, ¡es que no la ha tenido nunca! Es necesario empezar por purificar todas las imágenes “idealizadas” o “románticas” que hemos elaborado en la historia de la humanidad en torno a episodios violentos. Así lo enfatizaba el polaco Adam Michnik, en su lucha no violenta contra el régimen soviético: "Quienes empiezan asaltando bastillas acaban construyendo otras. La no violencia no es una cuestión de táctica, sino de principios". La violencia nada tiene que ver con la valentía y el arrojo, sino con la cobardía y el recelo. En el fondo, tenemos que llegar a entender que la violencia es el miedo a las ideas de los demás, combinado con la poca fe en las propias.
Para entender la gravedad de la violencia, es básico tener la capacidad de ponernos en el lugar de quienes la padecen. La máxima evangélica que nos dice “compórtate con los demás, como quisieras que se comportasen contigo” (Mt 7, 12), es un fiel reflejo de la llamada a juzgar nuestras propias actuaciones desde la perspectiva de quienes se ven afectados por ellas.
Soy consciente de que algunos juzgarán que esta aportación que hace la Iglesia, es equiparable, en términos populares, a un “empezar la casa por el tejado”. Sin embargo, creemos que el arrepentimiento, lejos de ser un sobreañadido en el tejado, forma parte de los cimientos de la paz. Mientras no cambiemos nuestra prontitud para ver la paja en el ojo ajeno, y seamos incapaces de ver la viga en el nuestro (cfr. Mt 7, 3), los esfuerzos para construir la paz, no serán otra cosa que un falso equilibrio estratégico de egoísmos.
Evocando nuevamente al Siervo de Dios Juan Pablo II, creemos que “la espiral de la violencia sólo se frena con el milagro del perdón”:
+ Por ello, y en primer lugar, no podemos pedir generosidad a las víctimas, sin mostrarles previamente un arrepentimiento sincero y coherente, acompañado de una petición humilde de perdón. Las víctimas del terrorismo no deberían ser percibidas jamás como una presencia embarazosa en un proceso de pacificación; sino que, al contrario, su necesaria participación está llamada a ser una garantía de la verdadera paz.
+ En segundo lugar, el perdón de las víctimas a sus agresores, sólo es posible desde la misericordia del Corazón de Cristo, que nos dio el mandamiento del amor al prójimo; el cual incluye también el amor a nuestros enemigos. Ahora bien, Jesús no predicó el perdón como un mero “mandato”, sino que previamente nos lo ofreció como un don, como muestra de su amor gratuito. ¡Cómo no recordar las palabras de Cristo en la Cruz, pronunciadas en favor de todos y cada uno de nosotros: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”!
Queridos hermanos, he aquí la contribución principal de la Iglesia Católica a la paz: la proclamación de la misericordia de Dios Padre, manifestada en el perdón de Jesucristo, que nos llama a nuestra conversión personal. Los instrumentos que proponemos para este camino son múltiples: la escucha de la Palabra de Dios, la oración, el examen de conciencia, la apertura a la corrección, la sensibilidad reparadora, las obras de caridad… y, por supuesto, la celebración del Sacramento del Perdón de los pecados.
Soy consciente de que estamos en una sociedad que compagina sus raíces religiosas con una fuerte secularización. Una parte de la sociedad afirma sentirse extraña al cristianismo; si bien es cierto que los cristianos no nos sentimos extraños a la sociedad. Es obvio que la predicación de la Iglesia no se impone a todos, sino que se propone a cuantos libremente quieran acogerla… Sin embargo, creemos sinceramente que las bases en las que el Evangelio funda la paz, son válidas y necesarias para el conjunto de la sociedad, más allá incluso de nuestro credo religioso.
Concluyo invocando a nuestro Patrono, San Sebastián, quien a pesar de ser un profesional de las armas, prefirió morir que matar, prefirió la fe en Dios a la gloria de los hombres, prefirió el amor al triunfo humano... Nuestras calles están hoy llenas de niños, que desfilan tocando la tradicional tamborrada. Ellos necesitan, más que nadie, de modelos y referencias morales y espirituales, que les ayuden a encaminarse por sendas de paz y de justicia. Propongámosles a San Sebastián, como modelo de aquel soldado en el que se cumplen las palabras del profeta Isaías: “De las espadas forjarán arados y de las lanzas, podaderas; ya no alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra. ¡Casa de Jacob, en marcha! Caminemos a la luz del Señor” (Is 2, 4-5).
+ José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián